Hombre básico, ¿papá aplaudido?
Elogios por ser padre. Nunca me gustaron los nenes. Crisis de la paternidad. Nueva perspectiva. ¿Nos vamos a Cambridge? Resignificar lo que es ser un hombre básico.
A mi ego le gusta mucho, pero a mí me incomoda un poco y por momentos hasta me parece injusto. Esa es mi respuesta instintiva a los elogios sobre mi paternidad activa en los últimos seis años, cuidando de Lorenzo y León, mientras Irene generó la mayoría de los ingresos económicos.
Sé que durante un buen tiempo postergué mi carrera profesional por un proyecto de pareja y familia donde los roles tradicionales de género quedaron patas arriba. Mientras crié dos pibes y me ocupé de la casa, Irene se desarrolló profesionalmente.
Me gusta que reconozcan la dedicación con mis hijos. Me ha pasado muchas veces. Como en Barcelona, hace unas semanas, en un evento organizado por Men Out of the Box donde presenté el documental El silencio de los hombres, de Lucía Lubarsky.
Conté que hace tres años escribo esta newsletter. Describí qué es Recalculando y mencioné que dejar el periodismo y ocuparme de mis hijos había puesto en jaque mi identidad como varón. ¿Quién soy si no estoy trabajando? es una pregunta que nació con la paternidad. Al final recibí un cálido aplauso inesperado. Me gustó, pero también me hizo pensar.
Los elogios pueden gustar y, a la vez, ser incómodos. ¿Por qué? Si bien sé que es importante lo que estoy haciendo, no es algo demasiado meritorio ni ejemplar, aunque quizás lo parezca por el contexto. Basta leer el ensayo de Catalina Ruiz-Navarro sobre Los padres ausentes de América Latina.
La periodista colombiana señala, respaldada por estadísticas oficiales, que es notable la cantidad de hogares uniparentales con la madre como único proveedor económico y emocional, que América Latina es la región con más padres abandonadores en el mundo, que hay un gran incumplimiento en el pago de la cuota alimentaria, y que en los casos de los padres presentes ellos dedican tres veces menos tiempo que las mujeres a lo doméstico y los cuidados.
Crisis de la paternidad
Aclaración: que en estos seis años haya sido yo quien se ocupó principalmente de lo doméstico y de nuestros hijos no me convierte en un ejemplo ni quiere decir que lo haga bien. Siento que estoy lleno de defectos y que cada día aprendo sobre mí —mi carácter, miedos e inseguridades— y sobre mi familia (actual y de la que vengo). En un sentido, me siento afortunado por la crisis que me causó la paternidad.
Es honesto decir que todo esto pasó sin darme cuenta del lío en el que me metía. La decisión inicial de priorizar el trabajo de Irene sobre el mío no fue altruista, sino que pareció lógica. No hubo premeditación en invertir los roles socialmente establecidos ni era consciente de que eso sucedía; lo descubrí cuando me ocurrió.
Quiero decir que no había considerado los sesgos de género, la equidad, la distribución sexual del trabajo, las tareas de cuidado, ni nada de eso. Hasta que pasé por la experiencia. Después, no pude dejar de verlo en todas partes: en una conversación, en una película, en un libro, en la publicidad, en un negocio, en el jardín de infantes...
Empecé a notar cosas que no veía y que difícilmente hubiera visto. Un papá es felicitado cuando va al parque con su hijo (y la mujer no), la carga mental invisible y las tareas de cuidado. Cuando llevé a Lorenzo a vacunarse, me cuestionaron dónde estaba la madre. Los baños con cambiador para bebés eran (y siguen siendo) mayormente de mujeres porque se espera que ellas se ocupen de eso.
Al principio, me preocupó haber elegido este camino, que postergó mi carrera de 20 años como periodista para ocuparme de nuestro primer hijo, que casi no fue al jardín de infantes hasta los tres años. Una frase de A., un amigo, me dejó más tranquilo: “Lorenzo te necesita más a vos que vos al periodismo”. También quiero creer que para mis hijos será importante el tiempo que estuve con ellos.
Otro detalle: nunca me gustaron los nenes, pero al ser padre de Lorenzo y León pude desarrollar una parte inexplorada. Eso me obligó a correrme del centro, a dejar mis deseos de lado, con todo lo que eso implica (para un varón). Entender que lo que yo quiero no es lo único ni siempre más importante que lo que mis hijos o Irene desean.
La paternidad me hizo hacer cosas que no habría hecho, como bailar con mis hijos, limpiar vómitos y cacas, ensanchar la paciencia, darme cuenta de un enojo desproporcionado por una pavada y pensar qué hay detrás.
Es un proceso de descubrimiento en el que a veces quiero que las cosas se hagan como yo creo que son mejores, sin darme cuenta de que esa manera no tiene por qué ser la mejor para Irene o mis hijos.
Ahora veo con otros ojos los gritos que pegaba mi vieja cuando se rompía un vaso. A mí me parecía una tontería, para ella se le caía el mundo. ¿Cuánta carga, cuánto dolor, cansancio y sufrimiento había detrás de ese alarido y reprimenda de mi vieja?
También me cuestiono mis enojos: ¿estoy exagerando? ¿Puedo enseñar y cuidar a mis hijos sin gritar —¡Basta! ¡Cortala!— ni soltar amenazas —”Si no te portás bien, no comés helado”—?
La decisión sobre nuestra dinámica familiar le dio a Irene la posibilidad de brillar en su carrera, aumentando mi admiración. El último hito ocurrió hace un par de semanas: le dieron la Nieman, una de las becas más prestigiosas y competitivas del periodismo. Que a ella le vaya bien hace que a la familia le vaya bien.
No sabemos si será posible, pero el plan es que los cuatro nos mudemos por diez meses a Cambridge, al lado de Boston, donde yo también tendré la oportunidad de asistir a clases en Harvard y el MIT.
El camino emocional no fue fácil para Irene. Cuando Lorenzo no iba al jardín, sintió culpa al ver el reparto de tareas que habíamos decidido. Aún le pesa, no solo porque relegué mi carrera, sino porque le duele no haber estado más tiempo con sus hijos.
Es curioso que sigo escuchando varones —nunca una mujer— que me dicen que no están de acuerdo (¿?) o que no les parece bien que haya dejado de trabajar para cuidar a mis hijos. Aún no me encontré con tantas declaraciones en contra de que las mujeres se queden en casa cuidando hijos.
…
Una cosa más que me parece importante. Conozco hombres más involucrados que yo en la crianza pero que eligen quedarse callados. A veces, percibo que en ese silencio hay temor a ser escrachados o cuestionados: “Si hacés lo que tenés que hacer, ¿para qué lo contás?”. Me parece un arma de doble filo. Estamos esperando y pidiendo que los hombres nos involucremos más, pero casi queremos que lo hagamos callados, tal como lo hicieron las mujeres por décadas.
También hay voces que piden a los hombres que salgan a contarlo, que nos enorgullezcamos, que no seamos tímidos o vergonzosos, que con nuestras historias y errores mostramos una opción al modelo tradicional del hombre proveedor.
Es cierto que las mujeres llevan décadas cuidando y criando, pagando el costo de la maternidad, y que aún lo hacen más que los hombres; pero también es cierto que hay más hombres que nunca ocupándose de lo doméstico. No digo que esto sea para celebrar hasta el infinito, pero es una oportunidad para cambiar y naturalizar nuevas narrativas y expandir el universo de padres involucrados a los que literalmente les cambia el cerebro.
Como dice el autor español Nicko Nogués, podríamos pensar en una invitación a resignificar lo que es ser un hombre básico: “Nombrar y mostrar a esos hombres que ya están cuidando —de sí mismos, del hogar, de l@s hij@s, de sus vínculos o del planeta— como algo básico en sus vidas, no como excepcional o extraordinario. No se trata de celebrarnos por hacer lo mínimo. Se trata de normalizar lo que sostiene la vida (...) y crear una nueva narrativa (...) que rompa el molde y le dé la vuelta al estereotipo del hombre básico”.
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