¿Un pañal o el origen del universo? Un hombre en problemas
El mate y mi hijo me abren las puertas a una anécdota: un italiano al que no sé cómo ayudar. ¿Qué se esconde detrás de ciertas incapacidades que tenemos los varones?
Hace un par de meses, cuando empezaba la primavera en Grecia, paseaba con mi hijo de tres años por una plaza en Voula, en las afueras de Atenas y frente al mar. De pronto, Lorenzo corrió unos metros hasta la playa.
Mientras lo iba siguiendo, un hombre me vio que llevaba el termo bajo el brazo y el mate en la mano. “¿Argentino o uruguayo?”, preguntó. Una vez más comprobé que el combo hijo + mate suele ser un infalible generador de conversaciones (y de anécdotas).
Esta vez, la persona que me habló fue un italiano, que estaba casado con una griega, con quien tenía dos hijos. En un momento, ella se fue con el niño más grande unos metros más allá, hasta la plaza donde antes estábamos con Lorenzo. Mientras, él —lo llamaré el Tano— se quedó con la nena más pequeña, de un año y medio, que gateaba en la arena.
En el rato que charlamos, el Tano me contó que tenía mucha familia en Buenos Aires y que, por su trabajo, veinte años atrás había intentado vender máquinas de café en Argentina sin mucho éxito: “¡Descubrí que todo el mundo tomaba mate!”, dijo.
(Pequeña digresión: “Como la música o el dolor, el mate es algo que está en todas partes”, escribió el periodista Pablo Perantuono en un hermoso artículo para la revista Coolt, donde disecciona la pasión ancestral de los argentinos por una ceremonia “inefable y sosegada” que excede “su condición de consumo para ser, gracias a la liturgia de su alrededor, parte quintaescencial de la cultura”)
Sigo. La conversación con el Tano fue entretenida. Me pareció un tipo simpático, buen conversador. Tanto, que entre una cosa y otra, nos pareció una buena idea juntarnos para comer un asado. Este tipo de encuentros inesperados que desembocan en relaciones suelen darse con gran frecuencia en cualquier lado que no sea la tierra en la que nací, más aún desde que soy padre.
(Segunda y, prometo, última digresión: ¿Por qué en la vida nómade estoy más abierto a estas posibilidades de conocer gente repentinamente? ¿Por un contexto de mayor anonimato en el que no siento el peso ni la mirada prejuiciosa que me condiciona más en el lugar en el que nací, donde todo tiene otra carga?)
¿Emergencia? ¡Cambiala!
Estábamos hablando de hacer un asado cuando emergió un aroma inconfundible: su niña se había hecho caca. “Ups”, se alertó el Tano. De inmediato, agarró su teléfono y llamó a la mujer, que estaba con el otro hijo en la plaza, a unos pocos metros de distancia: “La nena hizo caca”, anunció el Tano.
En el momento me sorprendió (casi le digo “¡Pará, hermano!”, pero me mordí la lengua) e hice un esfuerzo para no juzgarlo — “¿¡quién carajo soy para meterme?!”, pensé—. No llegué a escuchar la respuesta de su pareja pero la intuí —tampoco había que ser muy perspicaz—.
Cuando el Tano cortó, le sonreí y dije: “¿Y qué tal? Hay que cambiarla, ¿no?”. Lo hice con cierta complicidad, como intentando darle ánimo, tal vez porque la situación me parecía embarazosa (vaya uno saber si el pobre hombre no tenía una alergia con lo escatológico, ¿no?).
El Tano, algo fastidiado, añadió: “¡Cambiala! —imitando la voz de ella—. Ja, claro, ¡como si fuera fácil!”. Resignado, se dio a la faena higiénica. Parecía estar frente a una tarea imposible, como si tuviera que resolver el enigma del origen del universo.
La niña estaba de pie, aún sucia, y tambaleaba: había riesgo de que a la caca se le añadiera la arena. El Tano no sabía dónde dejar el pañal usado ni dónde apoyar el limpio. Era un lío.
Pensé en colaborar de alguna manera pero —indeciso— concluí que sería invasivo: recién acababa de conocerlo y, al final, lo suyo era algo íntimo aunque estuviéramos en público, ¿no?
Sentí que estaba frente a un guión algo inverosímil y bastante estereotipado de esas películas donde el padre es una caricatura cliché de un hombre incapaz para lo doméstico y para los cuidados.
El mismo tipo que un rato antes me había contado que viajaba por el mundo vendiendo máquinas de café —con bastante éxito, salvo en Argentina—, ¿podía realmente, a sus 45 años, quedarse rendido ante un pañal?
Frustrado, el Tano resopló y, dos minutos después, renunció: volvió a llamar a la mujer que, como un bombero, apareció enseguida y, en un santiamén —y sin pronunciar palabra—, apagó el incendio.
Tuve que morderme la lengua de nuevo para no hacer ninguna broma o comentario inoportuno —a veces, con la idea de distender, tengo mal timing—. Podría haber dicho: “Estábamos por llamar a emergencias, pero justo llegaste vos”. No teníamos confianza, y por suerte cerré la boca.
¡El Tano no es el único!
Me quedé pensando en la situación con cierta ternura y confusión, porque más allá de la incapacidad del Tano (y su tibio esfuerzo), también vi su estado de dificultad e incomodidad frente a una situación cotidiana que lo desbordó y lo expuso en público. Doy por descontado que no es agradable sentirse un inútil y mucho menos aún frente a un desconocido.
Aunque obviamente no voy a convertir al Tano en la víctima de la situación, tampoco serviría de nada caerle encima, ¿no? Pero, tal vez sí valga la pena, aunque parezca retórico, preguntarse lo obvio: ¿por qué este tipo no logra cambiar un pañal en pleno 2022? ¿Qué hay detrás de esa incapacidad?
No vale decir que —lisa y llanamente— no sabe hacerlo porque sí, porque no sabe. Tampoco argumentar que es un “inútil”; no se trata de puntualizar en la anécdota individual cuando es problema algo más general.
Porque, pese a que cada vez más hombres cambian pañales —y otros le siguen escapando—, el Tano no es el único con dificultad para cambiar pañales, tal como podemos ver en el siguiente video:
¿Qué hay detrás del pánico ante un pañal?
Después de reírnos con el video anterior —sí, muchachos, también tenemos que relajarnos un poco con nuestras limitaciones, no pasa nada y no todo es solemnidad—, retomemos el asunto.
Si está claro que no hay un talento femenino especial que nos haya sido negado a los varones, ¿por qué ellas sí saben (aprenden a) hacerlo —incluso, muchas se vuelven expertas y pareciera que nos les quedara otra opción— y a nosotros nos sigue resultando tan esquivo desarrollar esta habilidad (y otras)?
¿Qué se esconde en ese desinterés por aprender a limpiar la caca (o limpiar el baño u organizar el cumpleaños de un hijo…)? ¿Por qué será que a los hombres nos cuesta tanto más que a las mujeres cambiar un pañal?
Al final, la anécdota del pañal me remite al tema de los cuidados y la carga invisible que las mujeres asumen en mayor proporción que los hombres y que… ¡deberían abandonar! Sí, dejar el vacío —y el espacio para un posible conflicto— abriendo la puerta a un escenario más equilibrado.
“Si la madre deja de pensar en lo que hay que hacer y el padre no anticipa estas necesidades, es posible que inicialmente cause estrés o críticas, pero eso podría permitir el aprendizaje para la próxima vez”, escribió Melissa Hogenboom en un artículo de la BBC sobre la carga mental.
Para ser bien concreto: en todo el mundo, las mujeres hacen más trabajo no remunerado —las labores del hogar, el cuidado de los niños y los ancianos y la carga mental de gestionar una familia— que los hombres, señaló un reciente artículo del New York Times, que informó que “un nuevo estudio sugiere que esto afecta la salud de muchas de ellas”.
Dicho esto, entonces, creo que hay al menos dos cosas que, probablemente, los hombres ya sabíamos pero deberíamos recordar más a menudo.
En primer lugar, se trata de un concepto erróneo que los estudios han desacreditado: las mujeres no son naturalmente mejores en la planificación, multitarea u organización —¡ni para cambiar pañales!—, sino que solo se espera que lo hagan más y, por lo tanto, eventualmente lo hacen mejor.
En segundo lugar, tenemos que hacernos cargo (ser corresponsables, le dicen). Limpiar la caca de un bebé —entre miles de cosas más— es parte de eso. Si no sabemos hacerlo, no pasa nada. Podremos pasarla un poquito mal hasta aprender —spoiler: ¡es más fácil que descubrir el origen del universo!—, de modo tal que la próxima vez no tengamos que llamar innecesariamente a los bomberos.
…….
Muchas gracias por haber llegado hasta acá.
Una consulta: si te llegás a encontrar con alguien en la misma situación que el Tano, ¿qué harías? Aún no sé si hice bien en callarme la boca, ¿qué podría haber dicho?
Como siempre, espero tus comentarios y correos. También, como hacen muchos (¡gracias!), podés reenviarle esta newsletter a alguien más (¡y que se suscriba!). Se agradece un montón.
Buena semana y hasta la próxima.
Un abrazo,
Nacho
p/d: la semana pasada me entrevistaron por Recalculando en la web de Radiónica, una radio pública colombiana que emite en FM desde Bogotá. Con María Claudia Dávila (¡muchas gracias!) hablamos sobre cómo nació esta newsletter y tocamos algunos debates alrededor de ser varón. Pueden leer acá (¿a que no adivinan si hablé mucho? 😂 😂 )