Bancá, no lo hagas
La brecha de culpabilidad. Mujeres, “ansiosas” y “exageradas”, dejen de hacer. Muchachos, “cómodos y relajados”, un poco más de pilas.
Mientras los varones tenemos que dar pasos adelante y tomar la iniciativa ahí donde nos hacemos los giles, prácticamente en esos mismos terrenos las mujeres deberían hacerse a un costado y generar un vacío para que el milagro ocurra.
Hace un tiempo escribí sobre el trabajo invisible que a los varones nos cuesta ver en las tareas del hogar y la crianza de los hijos. A, una lectora, me dejó este mensaje:
“Creo que también a veces es un poco culpa nuestra, de las mujeres, que vosotros no os impliquéis tanto. Al final una piensa: ‘Lo hago yo en 5 minutos y va más rápido, que ya sé cómo se hace’. Y es importante decir: ‘No tengo que ser siempre yo’. De hecho, ¿qué pasa si yo no estoy? Toca repensarnos”.
Ella no apuntaba a responsabilizar a las mujeres por lo que los varones no hacemos. No. Las mujeres no son las culpables de la dinámica de género que las perjudica. Hay una educación y una socialización que desde bebes nos prepara para cumplir determinados roles.
Ya sé que hay varones que limpian el baño y que llevan a los hijos a la plaza o a vacunar, pero no es la regla. A nivel mundial, las mujeres realizan el 76,2% de todo el trabajo de cuidado no remunerado, dedicando 3,2 veces más tiempo a estas tareas que los hombres, dice la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Por ejemplo: ¿Quién investiga, busca, encuentra, elige y concreta un turno con un especialista, pediatra o terapeuta para afrontar diferentes desafíos y etapas de la crianza? ¿Quién falta al trabajo cuando se enferma un hijo? ¿Por qué?
Es un clásico eso de asumir una tarea —vestir a los hijos, planificar, ocuparse de la limpieza…— porque el otro la hará mal o no tan bien. Romper esa inercia sistémica requiere de iniciativa —para hacer o dejar de hacer— y autocrítica de todas las partes. Hacernos preguntas es un buen comienzo.
¿Por qué alguien hace mejor algo? ¿Hay un talento natural para limpiar baños? ¿Por qué el otro no puede aprender? ¿Qué hay detrás de eso? ¿Falta de confianza? ¿Reproducción de condiciones de codependencia? ¿Afán de control territorial?
Si eso que hago —trabajo remunerado o saber todo de mis hijos— me da un determinado espacio y rol en la pareja, ¿qué pasa si dejo de hacerlo? ¿Puedo volverme prescindible o menos deseable?
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Un certeza: a esta altura, muchos varones dejan de leer (pero #NotAllMen) y muchas mujeres piensan que esta newsletter debería leerla su pareja u otro hombre pero a él lo aburre. ¿Me equivoco?
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N, otra lectora, me marcó un punto importante: “Siempre el inicio está en una”. Se refería a que la lista de cosas por hacer es visibilizada por la mujer: “La proactividad es unidireccional. Encima, nosotras caemos en la trampa del multitasking”.
— ¿Por qué el inicio está en las mujeres?
— Porque nos institucionalizaron con las tareas de cuidado. No sólo de los hijos sino de todo lo que implica cuidado: padres, relaciones, casas, etc. Nos “enseñan” a detectar eso que hay que cuidar y hacernos cargo. Se puede educar diferente, sí. Pero no es fácil, nos va a llevar generaciones. Una pareja puede repartirse las tareas. Todo bien, hasta que se suma un hijo y las variables que se agregan son muchísimas más de las que pensabas. Y ahí entra esa institucionalización o disciplina, en la que armar esa lista es más visible para las mujeres. A veces es difícil explicar todo o enseñarle al otro a armarla. Hay un poco de relajamiento inconsciente de los roles.
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La cuestión de las tareas del hogar y los cuidados se complejiza cuando observamos lo emocional y prestamos atención a los diferentes sentimientos que sobrevuelan una misma situación.
“¿Cuántas veces nos dijeron ‘exageradas’ o nos trataron de ‘ansiosas’ por estar ocupándonos de cosas que, si no lo hacemos, después no se terminan haciendo?”, se preguntó
en Harta(s), su newsletter.Sichel, filósofa y madre de dos, no se refiere solo a las tareas de cuidado o la carga mental sino a “otra cosa”, algo que “es como una sensación” que las mujeres tienen de trasfondo y que las acompaña (y que a los hombres no nos pasa, o no tanto).
“¿Cuántas veces te preguntaste por qué él tiene la capacidad de irse tranquilo a trabajar cuando el bebé tiene fiebre, mientras que cuando sos vos la que tiene que irse, lo hacés absolutamente mortificada, sintiéndote una madre abandónica?”, se pregunta.
“No es solo ejecutar la tarea o pensarla. Es también esa preocupación extra que padecemos quienes maternamos. Esta diferencia en las experiencias tiene un nombre: brecha de culpabilidad”, escribe Sichel.
La “brecha de culpabilidad” es un concepto utilizado por la periodista estadounidense Ellen Goodman —ganadora del Pulitzer, ex columnista del The Boston Globe y Washington Post—, para describir “ese abismo de preocupaciones que separa a las madres de los padres”.
Es una manera de expresar la diferencia en la carga emocional entre hombres y mujeres en los cuidados. Las mujeres tienden a asumir más preocupaciones y responsabilidades porque es lo que aprendieron que se espera de ellas, y eso las lleva a sentirse más culpables al no alcanzar ciertos estándares.
Esta autoexigencia extra puede llevar a una mujer a buscar constantemente información, educarse y perfeccionarse. Sichel lo expresa muy bien:
La brecha de culpabilidad es la que nos lleva a leer con más atención el prospecto que indica cuánto ibuprofeno tiene que tomar nuestro hijo en la madrugada. La que nos hace comprar el último libro sobre crianza respetuosa o escuchar un podcast que nos ayude a entender los berrinches. Es la que nos lleva a leer más libros, hacer más talleres y volvernos expertas en todos los temas.
Esto nos mete en una encrucijada a las madres de la que a veces es difícil salir. Por un lado, sentimos el interés, el compromiso y la responsabilidad porque, como madres, ¿qué mejor que estar en la mayor parte de los cuidados de nuestros hijos e hijas? Aunque, por otro lado, se retroalimenta de forma negativa un círculo en el que las madres pareciéramos ser las únicas que sabemos qué, cómo y cuándo de nuestros hijos e hijas.
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Me pregunto si la “brecha de culpabilidad” también podría ser eso que opera detrás de algunos comentarios que hago. Por ejemplo, cuando aparezco seguro y tranquilo, incluso algo jactancioso y, como punto de contraste con mi pareja, digo que “ella se hace problema por todo, no se relaja nunca, está siempre preocupada”. No se trata de quién tiene razón (nadie la tiene) sino de entender por qué pasa lo que pasa.
En estos cinco años en los que nacieron nuestros dos hijos, soy el que pasó más tiempo con ellos y el que, por lejos, menos trabajo remunerado hizo. Sin embargo, hay iniciativas que “naturalmente” siguen siendo de ella, que es la que trae el pan a casa (a mi nadie me paga por los cuidados, obvio). ¿Por qué es a Irene (y no a mí) a quien “se le ocurre” organizar la ropa que ya les queda chica a los pibes y ver si hace falta algo para el invierno?
En esa tensión frente a “lo que hay que hacer”, aparece la brecha emocional: ella se preocupa por ese tema (y por otros mil), porque de algún modo considera que le corresponde. Mientras que yo no lo hago porque no me sale y, además, no me siento culpable simplemente porque no creo estar en falta y eventualmente lo resolveré cuando llegue el momento. El abordaje emocional frente a la misma situación es bastante distinto.
Lo que queda a la vista es la internalización de los roles de género tradicionales, que hacen que las mujeres se sientan más responsables del cuidado de la familia y el hogar, por más que laburen a la par de sus parejas.
A veces, los varones estamos cómodos y nos vanagloriamos por no ser como tal o cual imbécil. Pareciera que creemos que es suficiente con subir una foto en las redes sociales con nuestros hijos para mostrarnos cariñosos, sensibles y comprometidos.
Mientras, ellas llevan décadas incorporadas al mercado laboral y, a la vez, siguen haciendo aquello que ya hacían —ocuparse de los cuidados y la crianza—. Se sigue esperando eso de ellas por más que hayan sumado a sus vidas las presiones del laburo remunerado en un escenario con condiciones desparejas, donde los más favorecidos seguimos siendo los varones. Sí, las diferencias de género en el empleo son mayores de lo que se pensaba, dice la OIT.
Estos procesos del ámbito de lo privado terminan teniendo un efecto también fuera de la vida doméstica: la maternidad daña la carrera profesional de las mujeres, pero no penaliza el desarrollo profesional de los hombres. Un estudio publicado por The Economist remarca que:
Millones de mujeres tienen que dejar su trabajo o cambiar a otro, reduciendo sus horas para conseguir conciliar con el nacimiento y cuidado de sus hijos.
El 25% de las mujeres abandona el trabajo un año después de tener su primer hijo y el 15% no se ha incorporado 10 años después.
Este gráfico que compartió
muestra qué pasa cuando nace un hijo:…
No encontré a nadie que haya explicado de manera tan clara la brecha salarial de género como la estadounidense Claudia Goldin, que ganó el Nobel de Economía el año pasado. Profesora en la Universidad de Harvard, Goldin fue reconocida por sus contribuciones en la investigación al analizar salarios y participación en el mercado laboral de las mujeres a lo largo de los siglos.
Para entender la brecha salarial entre hombres y mujeres tras el nacimiento del primer hijo, tal vez no haya nada más elocuente que este dibujo basado en su investigación:
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Volvamos a la “brecha de culpabilidad”. Al final, refleja una falla sistémica. Lo que sienten muchas mujeres y lo que no sentimos muchos varones tiene que ver con la manera en que se estructura una sociedad. Para cambiar lo estructural, también hay que empujar desde lo individual. Por eso insisto.
Para promover una cultura que reconozca que el cuidado de la familia y el autocuidado son igualmente importantes que el trabajo remunerado, primero tenemos que entenderlo. Tal vez una de las maneras es siendo atravesados por la experiencia: someternos al proceso, arremangarse y hacer todo aquello que nunca hicimos.
Nadie me lo pidió, pero acá va una recomendación: flaco, no esperes a que tu pareja explote porque no puede más. Observá, prestá atención a tu alrededor, ponele pilas y anticipate para que eso no ocurra. Incluso, preguntá: ¿te parece que hay algo que podría hacer y no estoy haciendo?
Quizá sea descarado y hasta injusto, pero tengo una opinión que es también un pedido: en esta dinámica, es fundamental que las mujeres, de algún modo, den un paso atrás y que no hagan eso que siempre hicieron “porque el otro no lo va a hacer” (bien o tan bien). Dale, bancá, no lo hagas vos.
Surgirá el conflicto, nosotros vamos a intentar, algunas cosas saldrán mal (o no se harán), nos vamos a equivocar, pero vamos a aprender. Y ustedes van a caminar más livianas. Ya sé que no es fácil y que la coyuntura no ayuda.
Entiendo que no es solo dar un pasito lateral. Es un proceso más profundo, de dejar ser al otro y de sentir el pánico de que el mundo se va a venir abajo si vos no hacés eso que alguien tiene que hacer (y que a veces parece que nosotros nunca haremos).
En todo esto hay una dinámica de poder que es estructural. A los hombres nos pagan más y eso refuerza jerarquías y roles establecidos. Entonces, es en la casa y los cuidados donde las mujeres tienen más "poder" con decisiones, información, etc.; y sin eso, que mayormente hacen ellas, nada funciona. Ni tu casa, ni tu barrio, ni el mundo.
Tampoco es tan fácil dejar pasar las cosas pero vale la pena. Me dice Irene: “Al reconocer y comunicar que nos cuesta dejar de hacer algo, a lo mejor podemos separarnos de la culpa internalizada, o dejar la carga mental de un proceso que habíamos hecho nuestro”.
Una vez que se visibilice todo, los procesos pueden emparejarse. Tal vez el mundo se venga abajo por un rato, y entonces no nos quedará otra que reaccionar.
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Hasta acá llegamos.
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Nos vemos en dos semanas.
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Nacho
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