Menos policía, más baile
¿Por qué me da vergüenza bailar? Una anécdota de la adolescencia me persigue más de lo que creía. La mirada afuera, el dolor adentro.
Antes de empezar Recalculando, cuando pensaba acerca de los temas sobre los que hablaría —hice una lista muy larga—, me parecía interesante reflexionar sobre ciertas inseguridades y miedos que ocultamos los varones.
Más que nada, sobre aquello que nos hace cuestionarnos y estar atentos a qué es esto de ser un hombre (y no una mujer) y que opera, incluso, como un susurro incansable en nosotros.
En lugar de ponerlo en plural, voy a contar algunas situaciones personales, hilvanadas con algo que estuve leyendo. Ya veremos a dónde llego.
Sentirse menos hombre
Empiezo con una anécdota pequeña: en el proceso de creación de Recalculando vacilé en compartir mi proyecto con Ale, que además de ser un gran amigo tiene mucha experiencia en medios de comunicación en América Latina y Europa.
Si para mí era un proyecto importante y él incluso podía aportar desde lo profesional, ¿por qué no estaba seguro de si contarle o no? Me avergüenza un poco: en mis prejuicios (y miedos), creía que él podía reírse de mí (y de mi proyecto).
Hay cosas que son ciertas, como que yo no me tomaba en serio y me faltaba confianza, por ejemplo. También, que entre las características de Ale estaba eso de mofarse un poco de todo(s) o hacer bromas que se parecen bastante al bullying, algo que también hacemos muchas veces los varones entre nosotros (uno de los tantos modos de disciplinamiento naturalizado). Bueno, esas son (eran) mis ideas.
Ale me sorprendió. Su reacción no solo estuvo lejos de mis temores sino que él se interesó en este proyecto desde el comienzo (y me apoyó). Tal vez, me dijo, por lo mucho que lo afectaba el asunto en general.
“Durante bastante tiempo me sentí menos hombre por mi poca capacidad de jugar al fútbol o, incluso, mi escaso conocimiento del tema. Estoy convencido de que hay una veta enorme en tu newsletter. Un reto será encontrar en aquellas costumbres y conductas menos obvias y ampliamente aceptadas las raíces de la masculinidad tóxica que no vemos”, me dijo.
Meses después de esto descubrí un concepto que había experimentado más de una vez. Entonces, volví a comprobar el alivio y lo poderoso que es encontrar palabras para algo que nos pasa.
Se trata del “policía de género”, un concepto que enseguida me llamó la atención y me remitió a una escena de mi adolescencia que nunca había analizado demasiado ni tampoco había comprendido cuánto y cómo influyó en mí.
¡Así no se baila!
A los 12 o 13 años fui a bailar por primera vez a la matiné de un boliche de la zona norte de Buenos Aires. Inocente y con escasa gracia corporal, me atreví a tirar unos pasos en las arenas movedizas de las primeras salidas nocturnas, donde un enjambre de adolescentes buscábamos afirmarnos.
La respuesta de mi entorno, habitué del boliche, fue inmediata y, diría, casi coordinada: los amigos con los que había ido, con los que formábamos una rondita en la pista, se burlaron. Salieron de su quietud (no estaban bailando) para imitar mi falta de coordinación y poca plasticidad. Se reían, cómplices entre ellos.
Luego, durante toda la noche, ninguno de nosotros bailó. Supongo que ellos habrán descomprimido algo de ese nerviosismo que nos acompañaba. Para mí, está claro, no fue nada liberador.
Recuerdo que en aquel momento me avergoncé y dejé de bailar. Sentí que era un adolescente que estaba haciendo algo mal, poniendo en riesgo mi permanencia en un escenario al que apenas había llegado.
La reprobación me dolió pero no me pareció injusta ni me lo tomé como algo muy personal. Al final, siguieron siendo mis amigos luego de aquella noche y nunca lo había hablado ni pensado demasiado hasta ahora, casi tres décadas después.
Se trató, como tantos otros, de un patrón de práctica que funcionaba como una brújula para todos: había que ir en una dirección que no sabíamos bien cuál era pero que nos prometía estar por encima de otros, lo que tácitamente incluía trofeos al final del camino.
Persiguiendo un faro indeterminado pero reconocible, la dinámica de grupo nos iba disciplinando individualmente: pisando a uno se generaba complicidad, crecía cierta confianza y se ganaba jerarquía.
Mucho tiempo después entendí que lo que hacían a mi alrededor era ganar confianza y seguridad en un ambiente donde todos nos sentíamos observados, porque al final era uno de los espacios híper heterosexualizados donde había que imponerse para convertirnos en hombre (y demostrarlo): escabiar más, encarar más minas, ponerla, e incluso pelearnos con otros varones (más puntos si era “por” una mujer).
Consenso e invisibilidad
Esa noche, en rigor, ese ratito, me tocó a mí pero nunca fui de los más perjudicados en este sentido. Era algo que sucedía todo el tiempo. Como le pasaba a Ale con el fútbol y como nos pasó a muchos otros en diferentes situaciones.
No siempre es necesaria la violencia física —aunque esté latente y muy presente— para ser disciplinados socialmente como varones. En efecto, es más eficiente este modo, porque tiene consenso y es aceptado: una mayoría ríe y se divierte a costa de uno, que dejará de hacer eso que genera la burla para no quedarse afuera ni perder puntos de jerarquía. Y esa misma persona, un día es víctima y al otro día, victimario.
Entre otras cosas, se suponía que quien se imponía en esa ronda, el que simbólicamente se hacía más fuerte allí, luego sería quien tendría más posibilidades con las mujeres. Y ellas, esto también es cierto, solían prestar más atención a los que aumentaban su reputación (más fuertes, seguros, piolas, etcétera).
La trampa era horrible y se retroalimentaba: actuábamos de un modo que se suponía que nos daría “éxito” y, al ver que ese comportamiento era premiado en otros o en nosotros, creíamos que era lo esperado y lo que había que hacer. La mirada estaba puesta afuera, el dolor quedaba adentro.
Sería así: “A” cree que tiene que doblegar a “B” porque eso lo hará más “poronga” (interesante, ponele) y así va a tener más chances de que “C” se interese en él, lo que finalmente más o menos ocurre. Así, “A” y “B” están cada vez más convencidos de que ese es el mecanismo necesario.
“A”, “B” y “C”, desde diferentes lugares y con distintas responsabilidades, terminan perpetuando una dinámica que al final les sirve a muy pocos (y tampoco les sirve para mucho, pero eso lo descubriremos más tarde, si tenemos suerte en la vida). Se trata de manifestaciones violentas que, al menos en ese momento, eran aceptadas como normales. Es decir, al gozar de consenso, se invisibilizaban.
Y entonces, ¿qué pasó?
En Hombres, placer, poder y cambio, el autor Michael Kaufman escribe que la niñez es un largo período de impotencia: “El amor intenso hacia uno o ambos padres va unido a profundos sentimientos de privación y frustración”.
Diría que esto también se parece bastante a la adolescencia, donde se suman al paisaje un tejido de relaciones y un conjunto de dudas que conforman un combo que fácilmente nos desborda y nos confunde. Si algo no queremos es quedarnos afuera (de lo que sea), así que es probable que mutilemos lo que haga falta para encajar y, además, buscaremos la manera de eludir ese dolor.
El asunto es que tras esa burla me fui entumeciendo y dejé de bailar… por años. Ya sé que el mundo no se perdió de mucho porque en el reparto de dones danzarines no fui tocado por la misma varita que Julio Bocca, pero también es cierto que no hace falta tener talento para hacer algo que nos hace bien, ¿no?
A medida que fui creciendo se fueron sucediendo diversas etapas, como no bailar nunca o tener que estar, como mínimo, escabiado para bailar (nada muy original, ¿no?).
La impunidad del anonimato
Lo paradójico fue que, sin talento y oxidado por la falta de práctica, con Irene nos conquistamos bailando en un viaje a Chile (desde entonces bailo un poco más, aunque me sigue costando, pero vale la pena).
La cosa fue así. Éramos tres varones y ella. En rigor, los cuatro nos estábamos conociendo, así que ante cierta impunidad del anonimato y en mi afán de gustarle, traté de ocultar mi vergüenza y bailé.
Sabía entonces que hacía un poco el ridículo pero tampoco debe haber sido tan grave, porque acá estamos más de diez años después: casados, con dos hijos y viviendo en Grecia.
De todos modos, aún hoy, sigo sintiendo algo de vergüenza hasta cuando bailo solo en casa. Incluso, cuando lo hago delante de Irene y mis hijos haciendo payasadas para jugar con ellos (y divertirme yo), también me pasa: hay un segundo en que siento la punzada de un rayo de vergüenza. ¿Y si me están viendo? Pero, ¿quién me va a estar viendo? ¿Y qué me importa?
Pienso, también, en la “vergüenza ajena” que a veces sentimos por otros (que hacen cosas que en verdad nosotros no nos animamos a hacer). Supongo que muchas veces la habrán sentido por mí mis amigos en los últimos años, cuando me vieron bailar con Irene.
En junio de 2015 nos casamos y unas semanas después me sorprendió un mensaje de alguien que, si bien le tenía cariño, apenas había visto unas pocas veces porque era amigo de un amigo y habíamos compartido algunos asados.
Diego me escribió esto:
“Recordé que tenía un mail pendiente para mandarte. En realidad, hasta hoy, era un mail pendiente que nunca iba a mandar, porque ni siquiera estaba escrito. Pero era una idea que se me había quedado pegada después de aquella noche en un bar en San Isidro. Me acuerdo de que me llamó la atención el vínculo genial que tenían tu mujer y vos. Los vi felices (no es esto tampoco un mérito enorme, cualquier pareja ha tenido sus fugaces momentos de felicidad), pero quiero decir que los veía por encima de todo, bailando pero en realidad como si estuvieran jugando. Vos hacías un paso en el que le pasabas por abajo, una suerte de paso acuático algo ridículo pero impune: qué carajo me importa la humanidad si estoy bailando y siendo cómplice con la mujer que amo. Era muy lindo verlos, había algo absolutamente real entre ustedes dos”.
No sé por qué pero nunca respondí ese mensaje.
Pero hace poco empecé a leer la newsletter de Imanol Subiela Salvo, que justo escribió algo sobre la danza: “Sólo hay que saber entregarse —o querer entregarse— para poder disfrutar”. Amén.
“En el colegio —sigue Imanol— me decían que yo bailaba bien porque era gay. Durante varios años creí que una condición sine qua non de ser trolo era bailar bien. Sin embargo, cuando llegué a Buenos Aires, y encontré a un montón de otros gays bailando, me di cuenta de que no todos lo hacían bien. Muchos sí, pero muchos otros no. Tampoco sé exactamente qué significa bailar bien y qué sería bailar mal. Supongo que tiene que ver con el ritmo del cuerpo”.
Policía de género
Retomando el asunto del policía de género, se trata de esa mirada controladora de los otros hombres que es tan fuerte que no hace falta que otro varón esté presente físicamente para que uno sienta esa presión.
En su ensayo Homofobia, temor, vergüenza y silencio en la identidad masculina, el sociólogo Michael Kimmel escribe:
“Admitir debilidad, flaqueza o fragilidad, es ser visto como un enclenque, afeminado, no como un verdadero hombre. Pero ¿visto por quién? Otros hombres: estamos bajo el cuidadoso y persistente escrutinio de otros hombres […]. Como adolescentes, aprendemos que nuestros pares son un tipo de policía de género, constantemente amenazando con desenmascararnos como afeminados, como poco hombres”.
En el mismo ensayo, Kimmel define a la masculinidad como un conjunto de significados siempre cambiantes, que construimos a través de nuestras relaciones con nosotros mismos, con los otros y con nuestro mundo. Y reflexiona:
“La virilidad no es ni estática ni atemporal; es histórica; no es la manifestación de una esencia interior; es construida socialmente; no sube a la conciencia desde nuestros componentes biológicos; es creada en la cultura. La virilidad significa cosas diferentes en diferentes épocas para diferentes personas. Hemos llegado a conocer lo que significa ser un hombre en nuestra cultura al ubicar nuestras definiciones en oposición a un conjunto de otros, minorías raciales, minorías sexuales, y, por sobre todo, las mujeres”.
Podríamos decir que, al menos en la infancia y la adolescencia heterosexual, uno aprende a ser reconocido y vigilado por otros. Buscamos que otros varones nos reconozcan/aprueben y, en esa misión, las mujeres pueden ser una moneda de cambio para obtener un mayor reconocimiento (“qué buena mina te estás comiendo”, y sus variantes).
En un momento, ya ni siquiera hace falta que el otro esté presente para que nos pese su mirada, porque esa mirada ya la tenemos interiorizada. Tanto, que cuando pongo música y bailo aún me sigue atravesando ese instante vergonzoso, incluso si estoy solo en mi casa. Porque el otro, el “policía de género” de Kimmel, nos examina infatigablemente.
Hasta acá llegamos.
Aprovecho a darles la bienvenida a todos los que recién se suman a Recalculando. Varios llegaron ahora gracias a Diego Geddes, que desde 2018 escribe el Diario de la Procrastinación. ¿Hace falta que les recomiende leer su newsletter?
Bueno, muchas gracias a todos, por leer, comentar, mandarme mails (voy respondiendo a medida que puedo) y compartir con otros esta newsletter.
Nos vemos en dos semanas, como siempre.
Espero que estén bien.
Un abrazo,
Nacho
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Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉