Negarse a insensibilizarse
Paternar en un mundo en crisis. La disonancia entre lo íntimo y lo global. La resiliencia cotidiana ante el caos hipernormalizado. La épica como horizonte de la paternidad es insoportable.
Es emocionante ver cómo avanzan las etapas. Lorenzo terminó el jardín de infantes hace más de una semana y en septiembre empezará primer grado. Pero esta vez me impactó más el acto final de León, que cerró su primer año de jardín.
Esto no tiene que ver con ellos sino conmigo, como mucho de la paternidad. O de preguntas que me hago. ¿Debería escribir sobre la paternidad en un mundo que parece desmoronarse? ¿Mejor enfocarme en la disonancia entre lo íntimo y lo global? Hablaré de las dos cosas, con algunas digresiones.
Empecemos por el acto final. León entró gateando al escenario con To the Moon and Back y me sorprendí llorando los tres minutos que duró la escena. ¿De dónde venían esas lágrimas? ¿Qué conexiones se dieron para que aparecieran y qué espacios abrieron?
Algunos motivos son evidentes. Un nene en la fila de adelante con sus padres viendo a su hermano, gritó “Abuelo, abuela, ¡acá, acá!”, llamándolos para que se sentaran con ellos. Mis viejos no conocieron a mis hijos. Es una obviedad emocional, y no por eso menos real.
También me afectó que esos días seguí las noticias más de cerca. Guerras, misiles, conflictos. Muertes, muchas muertes. Imágenes y videos de bebés y pibes muertos, ensangrentados. ¿Qué hago con esa angustia? Es horrible mirar esa realidad, incluso hacerlo apenas de reojo o scrolleando en nuestras pantallas en un sofá o en la playa.
Pensé en la inocencia y en la suerte de León en el escenario. Me agujereó imaginar a otros nenes tan o más chiquitos gateando en el polvo de las ruinas de las bombas que siguen explotando cerca, matando a diario.
Todos los días bebés y nenes asesinados, igual que sus amigos, padres y hermanos, por una desquiciada lucha de poder, territorios y locura geopolítica donde los señores del caos hunden el mundo en una espiral de conflictos.
Intenten hablar de la guerra con un nene y díganme cómo se siente el absurdo intento de explicar semejante estupidez e insensatez.
Es de noche cuando entramos a casa. Lorenzo me dice que tiene miedo a los ladrones, que lo atrapen desde atrás. Si mira para atrás, teme que aparezcan delante. Siente que no tiene escapatoria: mire a donde mire, hay una posibilidad en su cabeza de que aparezca un ladrón y lo robe, se lo lleve. ¿De dónde viene ese miedo?
León y la niñera estuvieron enfermos una semana. Así que con Irene cuidamos de León. “La vida no es un problema a ser resuelto sino una realidad a experimentar”, dijo Kierkegaard.
Supongo que mis hijos lo ven de la misma manera. No piensan en obstáculos que deben superar, sino que viven una experiencia continua de aprendizaje, caídas y disfrute. Cada día descubren el mundo.
Como Lorenzo, feliz en la colonia, en un lugar nuevo con chicos desconocidos. “Me gusta más que el jardín —dijo—. El primer día ya hice un amigo. Y estamos jugando todo el día”. Algo que todos necesitamos hacer más: reunirnos en persona, jugar, conectarnos. Al menos, los que podemos.
Vi una publicación donde un papá hace malabares con bebés trillizos y una nena pequeña. Los sube a un carrito al que engancha un accesorio de madera que tal vez él fabricó y que sirve para transportar los triciclos y la bicicleta.
El espíritu de la publicación y de varios comentarios es celebrar a este padre heróico (que “busca grandes soluciones a grandes problemas”). La épica como horizonte de la paternidad. Insoportable.
Comento el post: “Estaría bueno preguntarnos: ¿por qué un adulto termina a cargo de cuatro niños? En términos socioestructurales, ¿qué nos dice esto?”. Y me respondieron que ven a un padre que se hace cargo porque es su responsabilidad.
Y una mujer les frenó el envión a otras dos: “No habla de padre o madre. Que siempre salís con las mismas... Pueden ser hijos de otro padre también. El comentario habla de un ADULTO (...) Me da miedo lo rápidas que sois para defender a la supuesta madre…”.
En todo caso, el post me hace pensar en las limitaciones de la familia nuclear, el aislamiento y la soledad de quienes tenemos hijos, y la falta de redes de cuidados. Cuatro niños (especialmente los tres más chiquitos) son un montón para un solo adulto. Es algo simbólico que habla de las estructuras, de cómo cuidamos y criamos, y qué priorizamos.
Veo una trampa de este tiempo que conjuga la soledad, el aislamiento, la familia nuclear y la celebración de un supuesto superpoder para manejar cuatro niños. Eso nos puede hacer creer que la crianza es un asunto individual, de autosuperación, y no colectivo.
En el video, el bebé gatea en la calle. No sabemos cuánto tiempo ni cuántas veces sucede porque está editado. ¿Qué dirían los que celebraron y lo ven como un genio si a ese bebé le pasaba algo?
Estoy a menudo con mis dos hijos en la calle y puedo afirmar que los riesgos están muy presentes. Hoy, por ejemplo, bajé para dejar a Lorenzo en la colonia y, apenas caminé 50 metros, León se quitó el cinturón y abrió la puerta del auto.
León tiene dos años y medio y no puede bajar a una calle con colectivos, motos y autos. Corrí, grité y llegué antes de que bajara. Es muy poco lo que se necesita para que les pase algo. No lo digo de miedoso —me la pasé seis años con mis hijos por todos lados— sino porque ya fuimos varias veces al hospital y tuvimos sustos variados. También sé que muchos padres, sin ayuda, prefieren quedarse en casa en vez de salir solos con sus hijos.
La cruda dualidad
Lo mío es una ñoñería. Mis hijos están vivos, no murieron ni están esquivando balas o tanques de guerra. Es una realidad paralela que me queda lejos, pero igual duele.
Leo sobre bombardeos y hospitales destruidos, sobre personas asesinadas mientras hacían fila para recibir comida para no morirse de hambre. A un clic, sigo las jugadas de Messi, veo los goles del Mundial de Clubes y pago una semana más de la colonia para Lorenzo. Es una dualidad cruda.
El desastre queda normalizado, como una película que nos entristece pero se termina al apagarla y seguimos. Eso, seguimos. “El mundo está ardiendo, pero sigo recibiendo notificaciones de Slack”, escribió
en su newsletter, donde dice que es como si existiera en dos mundos completamente diferentes a la vez.En uno, sigue con su vida, confirma su asistencia a reuniones, hace proyecciones para un trimestre que quizá nunca llegue, lee sobre qué yogur comprar. En el otro, se declara una guerra (más) y se le resta importancia simultáneamente. “Nos mienten sobre sus causas, igual que nos mintieron sobre la anterior y la anterior”, dice.
La realidad puede ser aterradora, pero seguimos. Plank encuentra una explicación en la psicología, que dice que lo que parece insensibilidad —refrescar la bandeja de entrada mientras el mundo se derrumba— es una especie de resiliencia.
“No la heroica ni cinematográfica, sino la cotidiana que insiste silenciosamente en continuar. Se basa en la flexibilidad emocional, la comunidad, la obstinada necesidad humana de encontrarle sentido incluso cuando todo parece insignificante. Y aunque no parezca resistencia en el sentido tradicional, quizá eso sea lo que la hace poderosa. Quizás la verdadera rebelión sea simplemente… negarse a insensibilizarse. Negarse a dejar de percibir. Negarse a dejar de importar”, escribe Plank.
En otra publicación, Daniela Klaiman pregunta: ¿Cómo describir esa sensación de que todo está mal pero, al mismo tiempo, el mundo actúa como si todo fuera normal? Dice que la palabra que buscamos podría ser “hipernormalización”.
El término describe la vida en una sociedad con instituciones en decadencia, guerras y conflictos globales, eventos climáticos extremos que se convierten en rutina, crisis humanitarias que se intensifican. Sin embargo, todo parece continuar como un día cualquiera.
“El peligro de la disfunción es que simplemente aprendemos a vivir con ella. Pero comprender el concepto de hipernormalización nos da el lenguaje, y el permiso, para reconocer cuándo los sistemas están fallando, y claridad sobre el riesgo de no actuar mientras aún es posible”, señala.
Neguémonos a insensibilizarnos
Manejando de regreso del jardín de infantes, quedo mal parado esperando un semáforo. Temo que voy a quedarme clavado en esa bocacalle, pero un chabón desde su auto rojo hace una seña y me cede el paso.
Siento desesperación por agradecerle, así que hago un gesto con la mano al avanzar. ¿Me habrá visto? Para asegurarme, vuelvo a sacar la mano por la ventanilla y hago sonar la bocina. Estoy sonriendo. El tipo me pasa, baja la ventanilla, me toca la bocina y me saluda, sonriendo.
Por un rato, creo que los dos generamos en el otro un soplo de alegría o bienestar que solo dependía de nosotros. Tal vez tengamos una vida de mierda, quién sabe, pero si todos hacemos más eso, que es contagioso como las puteadas y el mal humor, seguro se crearán burbujas que —y permiso por mi inocencia estilo El principito— generen mejores momentos para todos.
Suena naif, pero lo digo igual: podemos hacernos más fuertes uniéndonos en lo colectivo, en lo que está a una sonrisa de distancia. Porque no es una cosa o la otra. En la vida, en las relaciones y en el mundo, hay un todo que integrar.
Vivir viene con el goce, con las sonrisas de nuestros hijos y con el acierto (o no) en tu laburo, pero también viene con la injusticia y la locura de cada época. Y no tenemos por qué negarnos a percibir ni nos tiene que dejar de importar lo que pasa. Neguémonos a insensibilizarnos.
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Malasmadres solas, hombres desorientados
A veces, hombres y mujeres parecen dos mundos cercanos separados por un cristal que nos permite ver pero no escucharnos. Esto genera impotencia y crea un abismo de incomprensión aunque estemos frente a frente.
Muy interesante Nacho. Me hizo acordar (y pensar mucho a la vez) en alguna de las veces que mis nietas vienen a merendar o almorzar a casa y quedó puesta la tele -que en sus casas no miran- en un canal de noticias, y justo pasan algo sobre un asesinato en ocasión de robo por ejemplo, cómo empiezan a preguntar -sobre todo la mayor que tiene 10- y mis intentos por explicarle...no quiero imaginar qué sería sobre una guerra, aunque lamentablemente tal vez no falte oportunidad para hacerlo