La intensidad del presente contínuo
No somos exagerados, estamos paternando. Ver a tu hijo ahogarse. Gracias Heimlich. Momentos de una angustia aterradora y final feliz (meto spoiler porque es innecesario el suspenso).
En menos de tres meses tuvimos dos episodios traumáticos con León —hijo menor, de 20 meses. Ya resultan anécdotas, pero en su momento fueron una pesadilla. Es que hay cuestiones que preocupan a los padres y pueden parecer exageraciones para quienes no tienen hijos —o los tuvieron hace rato.
Tal vez tenga que ver con que la intensidad de la paternidad es un presente continuo con alarmas omnipresentes que cuesta administrar, a la vez que se hace difícil de comprender desde afuera —o no subestimar.
En marzo estuve en Nueva York por una beca del Dart Center sobre cuidadores y primera infancia. En esa ciudad monstruosa que genera tanta atracción y que visité por primera vez, mi foco principal no cambió: mis preocupaciones y los temas de conversación siguieron siendo mis dos hijos. No es que no me guste viajar y descubrir lugares, es que en estos años mi energía está centralizada en la tarea titánica de criar dos hijos en su primera etapa de vida.
Allí me encontré con Tanmoy, un amigo y periodista de India. La charla sobre los hijos surgió espontánea, como quien habla del clima en el ascensor para evitar el silencio. Le conté que Lorenzo —de cinco años— había comido de todo hasta los dos años, pero ahora pide todo el tiempo pasta o arroz con aceite de oliva y queso parmesano (su parte italiana está clara, ¿no?).
Tanmoy se quedó en silencio unos segundos. Le iba a preguntar si lo estaba aburriendo cuando, de pronto, sonrió y me sorprendió: “Guau, es un alivio que me cuentes esto. Hace unas semanas terminé en el pediatra porque mi hijo perdió un kilo y medio. Estoy muy contento de que hablemos de esto, me hace sentir menos solo”.
Hablamos sobre esa sensación que atormenta a los que mapaternamos: sentir que todo el tiempo hay cosas que estamos haciendo mal. Mencionamos que a los varones nos pesa de una manera distinta cuando estamos muy involucrados en la crianza porque nos suele faltar una red de contención. Además, somos una generación que creció viendo en la TV historias de padres ausentes o varones caricaturizados por su incapacidad con un bebé.
Mientras que las madres lo hacen habitualmente, los padres carecemos de espacios de conversación para tener un ida y vuelta sobre lo cotidiano de la crianza —“¿Tu pibe también se queja de todo?”, “¿Cómo hacen para organizar las vacaciones?”—, abordar dudas —“¿En qué momento se habla de sexo con un hijo?”, “¿Qué se puede hacer cuando empiezan a tomar alcohol y tienen acceso fácil a la falopa?”—, e incluso desahogarnos —”En los momentos en los que no aguantás a tus hijos, ¿qué hacés?”.
No es que los padres no podamos hablar de esas cosas, es que no está tan naturalizado como hablar de política, deportes y minas.
Mi amigo Tanmoy hizo una observación puntual: “Me siento muy solo con esto de ser padre, es como si de los hijos solo tuvieran que hablar las mujeres. Entonces, no sé bien dónde ubicarme. Es cierto que es un lugar que ellas ocupan más porque son las que se dedican más a la crianza, ¿pero qué pasa con nosotros, los varones que estamos aprendiendo a cuidar?”.
Dos pesadillas vividas
La cosa en casa funciona más o menos así. Lorenzo ya tiene cinco años y los peligros que lo acechan son muy distintos de los que ponen en riesgo a León, hijo menor, para quien casi todo el tiempo está latente la posibilidad real de que algo grave le ocurra (las escaleras, la calle, las tijeras, etc). Es propio de la edad y de sus características, un pibe inquieto y, gracias al universo, lleno de vida —y no, nada de esto es una exageración de padre obsesivo.
A veces siento que hay preocupaciones que pueden parecer exageradas hasta que finalmente pasa algo que me confirma que no lo son. Ocurrió dos veces en menos de tres meses.
La primera fue en aquel viaje a Nueva York en marzo. Estaba en el baño con León, que deambulaba, inquieto como siempre, de un lado para otro. Lógico, está descubriendo el mundo.
En un momento agarró un producto para destapar cañerías (sí, el de la foto de arriba). Yo necesitaba hacer pis. Como vi que la tapa giraba con facilidad, asumí que la botella estaba bien cerrada: son esas tapas de seguridad que giran en falso. Me relajé en lugar de chequear mi suposición.
Empecé a hacer pis y a los 10 segundos me sobresaltó un alarido. Al voltearme, León tenía toda la cara roja y mojada, igual que su remerita. Sí, había empinado el codo con la botella en la mano. Imposible saber cuánto tomó. Su llanto era desgarrador.
Además de lo que fue al estómago, ¿se habrá quemado los ojos y la piel? Se me heló el cuerpo.
Instintivamente, enseguida le metí la cabeza debajo del agua. Por suerte tenía ayuda alrededor. Lo seguí lavando y tomó bastante agua. Consultamos a una pediatra: nos confirmó que estábamos haciendo lo correcto, y dijo que no había que forzarlo a vomitar, pero que si vomitaba solo estaba bien —y eso fue lo que pasó.
Después de una hora de estrés y llanto, León se calmó. Jugó un rato y se durmió. Se despertó lleno de energía, puro presente. Además del sentimiento de culpa, yo seguía asustado, porque no sabía cómo estaba su estómago (ni sus ojos, aún irritados). Al final, estuvo todo bien.
Entiendo que puede parecer una anécdota menor porque terminó bien. Pero para un padre, al menos para mí, ese instante de pánico en el que te chocás con la fragilidad de la vida (de tu hijo) representa un estrés que queda enquistado, es una alarma que te recuerda que en esta etapa de su vida ellos te necesitan imperiosamente para sobrevivir. Cuando son tan chiquitos, los riesgos laten en cada rincón.
Segundo acto
La segunda pesadilla sucedió a mediados de junio y terminamos tres días en el hospital de niños de Atenas.
Todo empezó un viernes. Comíamos pistachos con Lorenzo. León también quería. Se los di en la boca, partidos, uno a uno, con mucha atención porque sé de los riesgos al comer sólidos en general (peor aún cuando un bebé lo hace en movimiento, sin quedarse sentado).
Todo fue bien hasta que León, mientras masticaba, decidió ponerse de pie en su silla y saltar hacia mí. Todo fue rápido. Lo agarré y quedó patas para arriba. Del suspiro y el sacudón, la comida fue para todos lados. Se atragantó. Tenía la cara roja, no había sonido, no pasaba un hilo de aire. Se estaba ahogando.
Fue horrible. Por suerte estábamos juntos con Irene, así que lo abrazamos por la espalda y apretamos la panza, es decir, intentamos practicar la maniobra de Heimlich. Difícil poner en palabras el miedo de ese momento, de esos ¿10, 20? segundos en los que León no podía respirar. Parecieron horas. Hasta que finalmente tosió y escupió. De terror. Me vuelvo a angustiar de solo recordarlo.
¿Se podía morir? —preguntó Lorenzo, cuando León ya había escupido pero aún seguía llorando y tosiendo.
Los días siguientes León estuvo con tos y, creyendo que podía tener alguna infección pulmonar, lo llevé al pediatra, que enseguida lo relacionó con ese episodio: “Puede tener comida en los pulmones”, anticipó, antes de revisarlo y recomendar ir al hospital.
Entramos al hospital de niños de Atenas a las ocho de la noche de un miércoles y salimos el viernes a las dos de la tarde. Dos noches eternas.
Las primeras 15 horas, con suero —lo pincharon cinco veces hasta encontrarle las venas—, no lo dejaron comer ni tomar agua a la espera de que llegara su turno para hacer la broncoscopia y extraerle la comida que había en los pulmones.
Imposible que León, a sus 20 meses, pueda entender por qué nadie satisfizo sus gritos desesperados reclamando agua y comida. Desconsolado y estresado, durmió tres horas en lugar de las 11 o 12 habituales.
El segundo día finalmente le llegó el turno de entrar al quirófano. El anestesista lo agarró como quien se lleva un paquete y lo único que escuchamos fue un llanto que se alejaba hasta que se apagó. Y no escuchamos más nada durante una hora.
“Cuando me quitan a León de los brazos, a los gritos, para llevárselo a la anestesia, se me parte el corazón. Me echo a llorar. Ningún pensamiento racional me tranquiliza. Nacho y yo nos tomamos de la mano y apenas hablamos. Tememos lo peor, y yo temo por León sin nosotros a su lado”, contó Irene, que también escribió sobre esto en su newsletter (Un médico me llamó madre irresponsable, está en inglés, pero se lee bien con la traducción automática).
Con anestesia total, le hicieron la broncoscopia a León: introdujeron un pequeño tubo por la boca para alcanzar las vías respiratorias y quitarle los restos de comida.
Una hora después, con cara de bulldog enojada, la cirujana nos da una lección sobre alimentación de bebés. Dice que “no hay que darle maní”, aunque en rigor era pistacho y obvia mencionar que lo mismo puede ocurrir con cualquier alimento sólido (como me había explicado la pediatra).
Recién después de su adoctrinamiento, y de decir que tengamos más cuidado porque fue una intervención riesgosa por la edad de León, la cirujana nos da un frasquito con los restos de comida —seis pedacitos de pistacho, cada uno más chiquitos que medio grano de arroz— y por fin nos informa que León “está bien”, que nos lo van a dar cuando “se despierte”. ¿Era necesario ese suspenso sobre la salud de nuestro bebé entre tanta angustia?
En casa, con la niñera, Lorenzo dormía en mi cama. Me escuchó llegar y enseguida me preguntó: “¿León está bien?”. Sí, está bien, fue un susto, mañana ya vuelve a casa. Eso le dije a él, simplificando el relato en un intento de adaptar los hechos a su edad.
Un mes después, todo esto —el destapa cañería, los pistachos atragantados, el ingreso al quirófano— puede parecer una anécdota menor, aunque al recordarlo vuelvo a sentir la angustia de entonces.
También puedo ver cómo esa angustia se fue diluyendo con los días pero, sobre todo, cómo se transformó en una materia elástica e imprecisa gracias a las conversaciones que tuve con amigos —además de con Irene—. Eso me ayudó a procesar y elaborar lo que pasó, a tejer razonamientos y hacer especulaciones. Conversar, desahogarme, compartir miedos y dudas. Reflexionar. Estar acompañado emocionalmente.
Supongo, como hablé con mi amigo Pablo, que estas también son pruebas que tienen que pasar ellos como chicos y nosotros como mapadres para que todo ese enorme caudal de energía que tienen se canalice, se eduque, se calme, y luego se transforme.
…
Voy terminando hoy. Si tienen ganas de más, pueden leer la linda entrevista que me hizo la periodista Ariana Budasoff para Hasta acá, la newsletter que escribe para Infobae. Hablamos sobre los dos años de Recalculando, mi relación con la paternidad y la masculinidad, la devolución que recibo de los lectores y los aprendizajes en general, entre tantos otros temas.
Me gustó lo que escribió Ariana (❤️¡muchas gracias! 🙏🏻), creo que describe bien el proceso de Recalculando. También es una buena manera de entender y pensar esta newsletter, sobre todo para quienes no están acá desde el principio.
De paso, a los que no la conozcan, también pueden suscribirse a la newsletter de Ariana, que escribe sobre géneros, feminismos, diversidades y todo el universo que cabe ahí.
…
En otro órden de cosas, uno de mis hermanos —¡Grande Chopper!, que me lee y me banca ❤️ — me mandó una foto y me escribió esto: “Mirá, un cambiador en el baño de hombres, en la YPF de Marquez y Rolón”.
¡Genial! Tiene que haber cada vez más posibilidades —y estructura— para que los varones nos involucremos más en las tareas de cuidados.
Ahora sí, me despido. Muchas gracias a los que siguen compartiendo Recalculando.
Nos vemos en dos semanas.
Mientras, podés responder este mail o dejar comentarios en el post.
Un abrazo,
Nacho
Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉
¿Te perdiste la newsletter anterior? ¡Acá va!: