Siempre vas a estar haciendo algo mal
No importa si tenés o no hijos: errores, frustración y aprendizajes están siempre ahí. Hiperpaternidad y el efecto foco.
“Hagas lo que hagas lo harás mal”. Estas sentencias me suelen resultar un alivio como padre (también en la vida en general). A veces me preocupo demasiado (¿me obsesiono?) por ejercer lo mejor posible mi paternidad.
También es cierto que dedico más energía de la que debería a especular sobre qué pensarán otros —desde mis hijos y mi pareja hasta un desconocido en el parque— sobre mi desempeño como padre.
La frase inicial es aún más tranquilizadora porque la dijo alguien que sabe de lo que habla, como la madre de los artistas españoles David y Fernando Trueba, que crió ocho hijos.
Llegué a la frase, justamente, por un artículo sobre la hiperpaternidad en El Periódico, que me ayudó a seguir pensando sobre cómo criamos a nuestros hijos.
“Cada vez tenemos menos hijos y los tenemos más tarde, eso convierte a los niños y las niñas en seres preciados, un bien escaso, un signo de estatus, un reflejo de los padres. La crianza, algo natural e instintivo, se ha profesionalizado y planificamos al milímetro la vida de nuestros hijos”, dice la periodista Eva Millet.
La autora de libros como Hiperpaternidad e Hiperniños, sostiene que “nunca” hemos estado tan dedicados a nuestros hijos: “El actual entorno, con una inmensa oferta educativa y de ocio para la infancia, te empuja a convertirte en una hipermadre. Hay presión social para ello. Todos somos un poco hiperpadres porque es algo que se contagia”.
El artículo menciona además varios temas que me resultan interesantes: la atención desmedida hacia los niños, la importancia de darles alas para volar (lo que implica tomar riesgos y enfrentar miedos propios), la autocomplacencia excesiva, la sobreprotección, la obsesión por la felicidad de los niños y, en consecuencia, la preocupación desmedida por evitarles cualquier posibilidad de sufrimiento.
“La felicidad no es ausencia de frustración. Nuestros hijos se tienen que frustrar porque la vida es luz y también sombra y el sufrimiento forma parte de la vida”, dice la psicóloga infantil Elisa López.
Cada casa es singular
Mi intención no es elaborar una receta sobre cómo se debe criar a un hijo. Lo que ocurrió es que el artículo sobre la hiperpaternidad me hizo cuestionar hasta qué punto soy un papá helicóptero o no y cuánto me condicionan las formas de paternar de otros en el sentido de que tanto mis decisiones como las de ellos nos afectan mutuamente. Por ejemplo, qué hacer cuando dos niños se pelean.
Está claro que no hay una receta única de crianza porque cada casa (y caso) es singular. Algunos vivimos más o menos ajustados en lo económico, otros contamos con más o menos red o comunidad a nuestro alrededor. Es decir, todos enfrentamos diferentes desafíos y dificultades.
A esto, hay que sumar la característica de los niños, porque no son todos iguales. En comparación con otros niños que tenemos alrededor, me doy cuenta de que Lorenzo —hijo de cuatro años y medio— es inquieto, muy activo y físico.
Cuando Lorenzo está al aire libre o con amigos, la vida fluye más fácil y logra incluso entretenerse solo. En cambio, se vuelve bastante complicado y demandante cuando se queda encerrado entre cuatro paredes —por enfermedad, por el clima o por lo que sea.
El asunto es que al aire libre no solo tengo que lidiar con mis miedos (¿es demasiado alto? ¿y si se mata?) sino que suelo sentir la mirada —o los comentarios— de los otros adultos.
Lorenzo, por ejemplo, trepa a los árboles y se cuelga en lo alto de los juegos. Pareciera tener ese ADN argentino de subirse a lo más alto para celebrar, aunque en su caso para festejar la vida cotidiana y no una Copa del Mundo.
Más de una vez un adulto corrió o se alarmó al ver a Lorenzo colgando de un caño. Y luego, como si yo no estuviera ocupándome, me llegó la reprobación en forma de mirada o comentario (“Cuidado, se puede lastimar”).
Cada padre tiene un container repleto de ideas, dudas, inseguridades y lagunas. Hay situaciones que podemos prever (llevar un tupper con comida, los pañales, etc) y otras, la gran mayoría, que están fuera de nuestro control.
Aceptar esto último, en mi caso, es fundamental para pasarla mejor (todos): si se embarra, se limpiará. Si se tropieza, se raspará. Y si se cae, se lastimará (¿hace falta aclarar que no está en riesgo su vida?).
Límites y frustración
Un gran tema en la crianza son los límites y las reglas: ¿hasta dónde está bien que lo deje hacer a Lorenzo (y a León)? Esta decisión se vuelve más complicada en la convivencia con otros niños. Muchas veces creo que para los demás estoy haciendo mal las cosas y más de una vez me han hecho comentarios opuestos: que soy permisivo o muy estricto.
Un momento típico, por ejemplo, es la intermediación en la interacción entre los niños. Me refiero a los conflictos que suelen darse entre niños como el uso de una pelota o la disputa de un espacio.
Mientras que para mí hay que dejar a los niños autorregularse entre sí —lo que suele implicar que surjan conflictos y fricciones—, hay otros adultos que intervienen apenas algo aparenta torcerse. Ahí, claro, siento que el otro piensa que yo no me ocupo (o me lo hacen notar). Pero no intervenir de forma intencional —con lo difícil que a veces resulta contenerse— también es una forma de ocuparse (de criar).
Algunas veces he dicho, en broma y para evidenciar que sí estaba siguiendo la situación: “Hasta que no haya sangre, no me meto”.
La cuestión se complica cuando no conozco a los adultos que están a cargo de los otros niños, como puede ocurrir en un parque. Una vez, un tipo me dijo: “Hasta que no haya sangre no te metés, ¿no?”.
A diferencia del uso que suelo darle a la misma frase, esa vez percibí un tono de reclamo del tipo, porque enseguida fue a arbitrar la situación y se llevó a su hijo a otro juego. Sonreí, como suelo hacer muchas de las veces en las que prefiero no confrontar, por falta de ganas o para evitar una discusión o una charla imposible.
Tampoco podía decirle que, para mí, el asunto es que siempre habrá un conflicto: entre los niños y entre los adultos a su alrededor. Y que si bien en ningún momento lo quiero dejar desamparado, mi intención es no sobreproteger a mi hijo.
Al final, lo que intento es que progresivamente mis hijos se acerquen al mundo real, donde deberán manejar diversas situaciones que no serán agradables: que alguien se le adelante en la fila en el supermercado, que un auto lo choque, que le roben el teléfono (incluso si lo cuida) o que al jugar a lo que sea es más probable que pierda más veces de las que vaya a ganar.
Tampoco iba a decirle al buen hombre que rescató a su hijo (de la disputa por el tobogán) que, efectivamente, en muchos casos los niños pelean para atraer la atención de los adultos, que aparecen como árbitros (difícilmente ecuánimes y justos).
Hay situaciones mucho más manejables en casa, cuando Lorenzo puede pelear con un amigo por un juguete y ahí sí puedo aplicar la solución a la que apelaba mi propia madre: “Si no pueden jugar juntos con la pelota, no hay pelota para nadie”.
Aunque a veces resulte incómodo, creo que es importante enseñarles a los niños —incluso a un bebé— sobre la frustración y la autonomía.
Una manera de ir dándoles herramientas, independencia y espacios para que se desarrollen es dejarlos experimentar en lo alto de un árbol o que sufra un poco si otro niño no lo deja jugar con su pelota. No puedo controlar e intervenir en todo momento (y crear la ilusión de una vida sin obstáculos) pero sí podemos charlar sobre eso: ¿Qué te pareció que no pudieran jugar juntos?
Para que se entienda: quiero acompañarlo y cuidarlo, pero no quiero que dependa de mí cuando es algo que puede afrontar solo (o aprender a hacerlo).
El otro problema
También entiendo que en todo esto que estoy contando aparece otro problema, que es un defecto mío: la preocupación por la mirada de los demás. En Internet encontré esta frase:
“A los 20 años te importa lo que todos piensan de ti. A los 40 deja de preocuparte lo que piensan de ti. A los 60 te das cuenta de que nadie estaba pensando en ti”.
No está claro quién dijo la frase pero me llevó a otro concepto: el efecto foco (spotlight effect, en inglés), que es la tendencia de pensar que nuestro entorno nos presta más atención de la que en realidad nos presta.
La psicóloga clínica Débora Moraga, especialista en ansiedad, explica que se trata de la tendencia constante y permanente a sentirnos evaluados. Esto genera un malestar significativo al dudar constantemente en cómo deberíamos comportarnos o qué deberíamos decir o sentir para poder encajar y pertenecer. Su origen se ubica en el cerebro, dice Moraga en un artículo sobre el efecto foco en La Tercera.
Como soy consciente de muchos de mis defectos, inseguridades, limitaciones e inquietudes, tiendo a creer que también son evidentes para los demás. Además de ser una idea egocéntrica, casi nunca ocurre que las otras personas piensen en mi mundo interno: lógicamente están ocupadas en sus propias cosas o, bien, siendo víctimas de su propio efecto foco, pensando en qué pensarán los otros sobre ellos.
Entender esto puede ser liberador porque limpia el camino para ser más auténtico. Y esto aplica a la paternidad pero también a otros ámbitos de lo personal o laboral. Incluso, es un ejercicio que hago cada vez que envío esta newsletter: exponerme y no obsesionarme con lo que van a pensar o cómo van a reaccionar los lectores. Al final, intento contar algo que creo que vale la pena, de la mejor manera que puedo en este momento.
…
Muchas gracias por acompañarme hasta acá.
Como siempre, más gracias por leer, comentar, mandarme mails y compartir con otras personas esta newsletter. Me gusta porque cada vez se suma alguien más (y me ayuda a pensar que algo está funcionando bien con Recalculando).
Nos vemos en dos semanas.
Espero que estés bien.
Un abrazo,
Nacho