Crítica a la brevedad, desde el hospital
Lavado de estómago. Tres días sin ducharme. Compartir, convivir y aprender. Solos y hacemos mucho. Golazo de Lamela. Que la brevedad no tape el bosque.
El sábado pasado, Lorenzo se comió un frutito de una planta tóxica (Solanum elaeagnifolium o revienta caballos) y pasamos el fin de semana en el hospital de niños de Atenas. Le hicieron un lavado de estómago y se quedó dos noches en observación porque la reacción podía aparecer hasta 48 horas después.
El lunes volvimos a casa. ¿Quién no hizo esas cosas de pendejo?, comentaron algunos amigos. Qué le vamos a hacer, pensé, y me enfoqué en que salió todo bien y mi hijo de casi seis años goza de buena salud.
Este sería un breve informe informativo, plano, sucinto y sin emocionalidad; sin los pensamientos, aprendizajes y anécdotas de los tres días que pasé en el hospital sin ducharme ni lavarme los dientes.
La brevedad es necesaria en momentos concretos, para decisiones de “sí” o “no” y ante la urgencia de una respuesta. Pero la brevedad también es enemiga de la profundidad, impide darle espesor y sentidos a una información, que pueden surgir a través de las emociones, el contexto y los detalles.
La brevedad es amiga de los malentendidos, escribió el filósofo Valentín Muro en su newsletter, donde señaló que las sutilezas muchas veces engordan los párrafos: “Se pueden quitar, pero no sin perder demasiado en la negociación (...) Si todo conocimiento pudiera reducirse a una lista de afirmaciones, ni la ciencia ni la filosofía habrían existido”.
Dicho esto, no seré breve e intentaré que valga la pena.


El dolor inevitable de un hijo
El sábado estaba soleado, uno de esos días primaverales con cielo azul comunes en el invierno griego. Irene se fue con León, de dos años, y Lorenzo a un parque a encontrarse con amigos. Yo fui a andar en bicicleta con M., un amigo argentino.
Estaba por volver a casa para ducharme y salir al parque, pero paré en una esquina porque M. quería ver algo. Al minuto sonó el teléfono. Al ver que era Irene, especulé sobre qué habría pasado —el llamado implica urgencia—, pero no estuve cerca de adivinar.
La vez anterior fue la doble fractura del brazo de Lorenzo en septiembre, una odisea que terminó con el último control médico de mediados de enero, hace dos semanas, cuando fuimos al mismo hospital y le dijeron que podía volver al fútbol.
Para no perder el ritmo, reapareció la intensidad del presente continuo de la paternidad en la voz de Irene: “Lorenzo, por error, se comió un fruto amarillo de esas plantas que están por todos lados. Es tóxico. La pediatra dice que vayamos a urgencias”.
Llegué al hospital mientras Irene terminaba los trámites para atender a Lorenzo, que para entonces ya había tenido problemas para hablar y no se sentía bien.
Vi el estrés en los ojos de todos y lo percibí en las respiraciones. Hubiera querido estar antes con ellos, sentí, y le respondí a mi culpa: “No, no podés estar siempre ni en todos lados a la vez”.
En perspectiva, el procedimiento médico fue rápido. En el momento, no fue ni liviano ni fugaz.
“¡¿Cuántas veces más lo van a hacer?!”, gritaba Lorenzo, desesperado, con una sonda nasogástrica que entraba por su nariz y llegaba al estómago. Por ese tubito, con una jeringa grande, la enfermera empujaba un líquido —supongo que solución salina— y luego lo retiraba.
“Hasta que el líquido salga limpio”, le respondió la enfermera, que repitió el procedimiento varias veces, mientras Lorenzo lloraba, gritaba y se quejaba en griego (Σταμάτα!), español (¡no puedo respirar!) e italiano (¡mi fa maleeee!).
Cuando gritó “¡Ahhhhhhhhhhh!”, vi lo profundo de su garganta. Lo abracé. Hice comentarios tontos. Le pregunté si quería un helado de cuatro gustos al salir. Sonrió, respiró, y volvió a gritar. También vi a Irene mirar hacia otro lado para evitar que Lorenzo notara que ella estaba llorando.
Desde la experiencia médica, la situación era de manual y con buen pronóstico. Igual fue desgarrador ver las cuerdas vocales de Lorenzo, su desesperación y su cara llena de lágrimas. Enfrentarnos a los miedos y la impotencia, aceptar que no podemos hacer nada para ahorrarles ciertos dolores a un hijo.
Soledad nuclear
Tras el tormentoso lavado de estómago, aún estresado y asustado, Lorenzo volvió a gritar varias veces: le sacaron sangre del brazo izquierdo y lo pincharon en tres puntos hasta enganchar una vena en la muñeca derecha, y ahí le pusieron el suero por tres días.
Volví a sentir la soledad de criar a los hijos. No lo digo como algo individual, sino como la constatación de que es el modo en que operamos las familias (bombas) nucleares en un mundo híper ocupado y acelerado.
Las dos familias griegas con las que compartimos la habitación tampoco tuvieron más compañía que la que tuvimos Lorenzo y yo. En tres días, solo pasaron a verles un rato sus parejas. Irene se quedó en casa: León tenía mocos y mucha tos. ¿Alguien necesita dos hijos enfermos a la vez?
Mucha soledad
El domingo le iban a dar el alta a Lorenzo, que estaba bien, pero a las cinco de la tarde me dijeron que era mejor quedarnos hasta el lunes: “Los efectos aparecen en las primeras 24 horas, pero también pueden haber reacciones neurológicas o mareos hasta 48 horas después”.
Podía firmar para sacar a Lorenzo del hospital bajo mi responsabilidad y pasar la noche del domingo en casa. Pero nos quedamos.
Tal vez fue extrema precaución, estado en el que caigo fácilmente frente a los fantasmas de que a mi hijo le pase algo evitable, en este caso por mis ganas de estar en casa tomando vino y durmiendo en mi cama, en lugar de pasar un día más sin ducharme y alimentándome de galletitas y café —además de las sobras de la comida de hospital que Lorenzo no quería.
Antes de dormir, me di cuenta de que el lunes por la mañana no podría asistir a una reunión para trabajar en las dos presentaciones que estamos preparando con una amiga para un congreso universitario sobre masculinidades en Elche.
Esto no es distinto de las madres —¿y algún padre?— que el lunes a la mañana no pudieron trabajar por un hijo enfermo en su casa. Hay mucha soledad y falta de red, y así es muy difícil.
Es suficiente
Al observar a otras familias en el hospital, alimenté una teoría: los que nos ocupamos, nos preocupamos demasiado por nuestros hijos. Hay una hiper preocupación. Debe influir la cantidad de información sobre crianza, la presión social por ser “buenos padres” y el miedo a cometer errores irreparables.
A veces parece que cada decisión puede ser determinante —y para mal, claro, como si uno pudiera romper a un hijo por gritarle una vez, no tener ganas de jugar o decir que no (al helado, a la tablet…).
Además de Lorenzo, había dos nenes más en la habitación. Los padres eran muy amorosos. Ver una foto de esas familias o estar con ellos en una plaza me hubiera dado el recorte feliz de las redes sociales: risas, abrazos, niños tranquilos, padres contentos. Y sentir que nosotros estamos haciendo algo mal con nuestros hijos, porque nos cuesta mucho más que a los otros.
Pero pasé tres días enteros en la misma habitación. Vi a una madre perder la paciencia más de una vez, como cuando su hijo se arrastraba por el suelo y se metía debajo de la cama, arriesgándose a que el suero se enganchara y la aguja en su vena lo lastimara.
También vi a un padre con el suero en la mano y el brazo levantado por encima de su cabeza que, de pronto, corrió para perseguir a su hija de tres años. La nena no consideró que la manguerita del suero se estiraría hasta arrancar la aguja de su piel. El padre sí lo supo e inmediatamente se convirtió en el Coyote persiguiendo al Correcaminos en los pasillos del hospital de niños.
También vi algo que solo entenderá alguien con un hijo así. Un nene hacía algo que Lorenzo hace y que desgarra los límites de la paciencia. Aburrido o incómodo, se agita y tiene movimientos espasmódicos: “Te tropezaste sentado, Lorenzo, ¿cómo puede ser?”, le digo cuando no entiendo cómo se cae de una silla.
El nene de la cama de enfrente sacudía las piernas sin sentido (para los adultos), en un estado casi convulsivo, hasta encontrar e insistir incansablemente en el punto que hacía un ruido insoportable al golpear con sus pies la baranda de hierro de la cama. La madre le gritó y lo zamarreó. El nene lloró.
Incluso para mí, que sufro lo mismo con Lorenzo, desde afuera me parecía que el nene estaba exteriorizando su lógico hartazgo de estar en una cama (Por cierto, un acontecimiento que por momentos se sintió bien para mi: ¿o cuándo voy a pasar tres días echado sin hacer nada “productivo” como trabajar, ordenar la casa o zambullirme en algún menester hogareño?).
Sé que esa madre llegó a su límite y se irritó. Intuyo que luego se sintió mal, como cualquier padre. Y sentí alivio: no soy yo, somos muchos y es el contexto de crianza.
Vi a otros padres perder la paciencia, en dificultad, cansados y con poco humor después de dormir con un hijo contorsionándose para encontrar un rincón en una cama de niños donde el cuerpo de un adulto sobra por todos lados.
Ese desborde físico es también el desborde de la paternidad hoy, donde es difícil entender y aceptar que lo poco y lo mucho que podemos hacer es estar. Acompañamos a nuestros hijos pero ellos no son nuestros robots y harán su propio camino, que incluye comer una fruta venenosa hoy y mañana será hacer alguna cagada inimaginable.
Es curioso cómo madres y padres que nos esforzamos y preocupamos por nuestros hijos tememos que por nuestra culpa se rompan para siempre.
Me sorprende ver personas que superaron el sufrimiento de paternidades horribles pero sin embargo su propia experiencia no les resulta suficiente para considerar que sus hijos también podrán superar nuestros errores (por cierto, insignificantes comparados a las paternidades traumáticas que ellos superaron).
Es importante valorar nuestra entrega hacia nuestros hijos, la dedicación física, emocional y psicológica que les damos. Estar presentes es un montón.
Un dato
Buscando doctores o para mover las piernas, recorrí varias veces los pasillos de los tres primeros pisos de la zona donde estaba internado Lorenzo.
Los conté: siempre había una mujer adulta cuidando a los niños. Los varones que vi estaban de visita y “acompañando” a la mujer. Sólo vi a un varón que se quedó solo con una nena (el tipo en mi habitación, que llegó las dos noches antes de dormir y se fue por la mañana).
Tecnología
Aprendí cosas random. En el tercer piso del hospital había un solo control remoto para unos 30 televisores. Cada vez que lo usabas, había que devolverlo. El control remoto perdía su razón de ser.
Alguien dijo que se podía descargar una aplicación en el teléfono para convertirlo en un control remoto y así manejar la TV. Estamos en 2025, hay una aplicación para todo, ¿cómo no lo pensé antes?
ChatGPT me hubiera resuelto el problema si le hubiera preguntado, pero yo no hubiera interactuado con otras personas. La vida te da, la tecnología te saca, ¿no?
La tecnología también te da, no exageremos, que escribo esta newsletter en el hospital, en mi teléfono, que me salvó varios momentos del fin de semana.
Golazo
El domingo a la tarde recibí un mensaje de M.: “Mirá el primero de Lamela, fue un golazo”. El sábado, en bicicleta, le había contado a M. que el día anterior, el viernes, me había encontrado con el exjugador de River en el entrenamiento de Lorenzo, porque nuestros hijos van a la misma academia.
Lamela hizo un golazo y otro buen gol en el triunfo 2-1 de AEK contra PAOK. Lorenzo no sabe quién es Lamela ni pienso decirle a menos que sea necesario.
¿De qué le serviría a Lorenzo saber que el padre de dos compañeros es un futbolista profesional que jugó con y contra Lionel Messi? Me puedo estar equivocando, no hay dudas.
Alegría de ver
El lunes a la mañana salí del hospital dos minutos para comprar un café. Dejé a Lorenzo con la madre de la nena de la cama de enfrente.
Había música en la cafetería de la esquina y gente en la vereda. Era un café cualquiera, sin glamour. Sentí que todo eso —la gente, la música, la conversación, compartir una mesa, mirarse a los ojos— estimuló mi estado de ánimo. Me generó entusiasmo y alegría.
Tal vez tiene relación con cómo nos regulamos emocionalmente a través de la interacción con los demás, por estar en el mismo lugar donde la gente la pasa bien sin siquiera hablar. Una energía que nos llega a través de ver a los otros.
Volver a casa
El lunes a las 13 nos dijeron que nos podíamos ir. Va a estar bueno, son dos horas para volver a casa en transporte público. El bondi y caminar como aventura. Más aún cuando Lorenzo pasó tres días acostado y sin dar más de diez pasos. Récord en su vida, desde que empezó a caminar, a los 10 meses. Y récord de televisión también: en tres días de hospital miró más que en seis años.
Estar en el colectivo permitió charlas que de otra manera no se darían. Me dijo que no quiere ir nunca más a un parque: por comer ese fruto venenoso se perdió el partido de fútbol del domingo.
“Era el primer partido del año”, dijo con lágrimas en los ojos, frustrado porque tras perder cuatro meses de entrenamiento por la fractura del brazo, desde su regreso a los entrenamientos hace tres semanas, por fin iba a jugar un partido. La paciencia se ejercita y se incorpora, espero.
Estar en el hospital impidió que estuviéramos en casa con Irene y León. Otra mirada es que Lorenzo y yo estuvimos tres días a solas, lo que también les permitió a Irene y León estar juntos sin nuestra interferencia.
Son lecturas y puntos de vista. Y todo esto no sería posible con la brevedad.
Hasta acá llegamos. Muchas gracias a los que siguen compartiendo Recalculando, suscribiéndose y escribiéndome (pueden hacerlo respondiendo este mail, ¡respondo todo!).
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Nacho
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De Nueva York a Utah: paternidad aleccionadora
Hace unas semanas me enganché con un texto de Dan Oshinsky, un experto en el micromundo de las newsletter que es muy reconocido. A sus 37 años, habló sobre un cambio grande que está experimentando: dejó atrás su vida en Nueva York para mudarse a Utah, una decisión que mayormente estuvo marcada por su paternidad.
Qué lindo leer cosas tan personales donde te muestras vulnerable, es valiente y más de un hombre que vive su nuevo rol de padre. ¿Has pensado lo valioso que son estos textos para tus propios hijos cuando los lean cuando sean grandes? Verse a si mismos, verte a ti en ese rol, es una memoria que muchos nos hubiera gustado tener. Me encanta leerte. Gracias
Solo paso por acá para decirte que estoy contenta de que Lorenzo se haya recuperado. Durísimos momentos sin dudas!, qué bueno que tenés la escritura como canal para convertir todas esas sensaciones y pensamientos en algo fértil como este newsletter. Y qué bueno que no fuiste breve. Casi nunca conviene, un abrazo a toda esa familia!