Transiciones
Un hijo fracturado. El otro adaptándose al jardín de infantes. Mis proyectos, postergados. No cuidamos porque amamos, amamos porque cuidamos.
Regresamos a Grecia hace diez días. El jetlag no fue tan dramático como hace un año y medio, cuando al volver de Buenos Aires pasamos una semana con los horarios cambiados y otros tantos días entre gripes y resfríos. Igual, el aterrizaje a la vida cotidiana fue turbulento pero de una manera inesperada, sobre todo, por un error de cálculo.
Desde que nació León, hace casi dos años, de alguna manera en mi calendario mental había fijado septiembre 2024 como el mes en el que empezaría a retomar mi vida más allá del cuidado de los chicos y las tareas del hogar. Lástima que subestimé las transiciones. Más bien, las pensé con torpeza.
Lorenzo empezó la semana pasada su último año de jardín de infantes y León el primero. Bueno, ya pasamos la mitad del mes y el más chiquito aún está haciendo la adaptación, lo que significa que recién se está quedando dos horas allí. El tiempo justo para hacer compras o responder mensajes y correos. O, como ahora, editar esta newsletter mientras León come durazno y pide pan, todo junto y al mismo tiempo.
Mi mal cálculo —como si la vida fuera tan lineal— volvió a dejar mis proyectos al costado del camino un rato más, como ocurrió frecuentemente en los últimos cinco años. Y surgió otra vez un sabor amargo, por una elección que es individual y de la pareja. Pero esta vez, la gran diferencia es que con León me estoy divirtiendo más que con Lorenzo en su momento. O sea, la estoy pasando mejor. ¿Habré aprendido algo?
Ojo: se trata de mí, no de los chicos, pensé mientras leía una avalancha de posteos en redes sociales de padres agradeciendo el comienzo de las clases. Lo entiendo, me sucede. También me pasa que me siento un poco miserable en ese deseo de depositar a los pibes en el jardín de infantes. ¿Por qué tanta urgencia?
Atenti: el punto no es el hecho en sí de que vayan al jardín sino ese sentimiento de desesperación por sacarse de encima a los pibes. ¿Para qué los tuvimos entonces? ¿Por qué estamos tan apurados? La estructura de un sistema en crisis y las familias nucleares aisladas tampoco ayudan, eso ya lo sabemos.
De hecho, eso retroalimenta no solo que estemos apurados y estresados para que los pibes crezcan —y no ensucien, no griten, no molesten, duerman, se independicen—, sino también nos vuelve unos desesperados por hacer, hacer y hacer (completar con todo aquello que supuestamente no puede esperar, en general, cuestiones de índole personal).
En su momento, me cuestioné mucho mi malestar con Lorenzo. Sufrí bastante estar tiempo completo a su cuidado los primeros dos años —lo que incluyó nuestra vida nómade sin casa adónde volver y sin red de apoyo, y la pandemia.
El impacto identitario fue crítico entonces: dejé de ser un periodista que viajaba y realizaba coberturas excitantes —Mundiales de fútbol, la muerte de Chávez en Venezuela, Juegos Olímpicos, entrevistas a famosos, etc. Me convertí en un varón que por primera vez había dejado de ganar plata, mientras aprendía a cambiar pañales y a estar detrás de un bebé. Cambió mi mundo social. Bueno, me pasó eso que le ocurre a las mujeres que son madres hace mucho tiempo.
Esa crisis me llevó a Recalculando (así empezó todo) y a hacerme preguntas nuevas: ¿De dónde viene la incomodidad de cuidar a un bebé? ¿Quién soy como hombre si no hago aquello para lo que fui educado: trabajar por plata para sostener a mi familia? ¿De qué voy a hablar en los asados si mis historias versan sobre los cuidados de un bebé, un mundo bastante ajeno y aburrido incluso para quienes hacía ya rato que eran padres?
Freno acá. Muy larga la digresión. El asunto es que con León estoy más atento a algo que dicen todos los padres con hijos adultos: esta etapa va a durar poco. Lo sé, con Lorenzo pasó hace rato la fase de bebé, y ya se encamina a ser un pibe, con la adolescencia a la vuelta de la esquina. No es una exageración: cuando León tenga la edad de Lorenzo, Lorenzo ya va a estar entrando al mundo de la adolescencia.
Y todo esto pasa rápido: la próxima newsletter, en dos semanas, León seguramente ya estará adaptado al jardín de infantes y voy a tener tiempo para planificar el rumbo de Recalculando, la posibilidad de lanzar un podcast, reunirme por potenciales proyectos… En síntesis, poner en práctica lo aprendido en el programa de CUNY para periodistas que hice el semestre pasado.
Pausa. Eso ya va a llegar. Ahora es momento de tomarse el tiempo a la salida del jardín para que León salude a todos los perros de la cuadra y se trepe a las rejas que tenga ganas. Desde la puerta del jardín hasta el auto hay que caminar. Es una transición más. Y mejor si podemos hacerlo sin prisa.
La ansiedad crece cuando me olvido que, de alguna manera, la vida es una transición permanente. En todo sentido. Desde los hijos hasta la pareja, pasando por la familia y los amigos, también nuestros intereses, decisiones y acciones.
En todo esto, hay algo que no cambia: hay un pasaje de labrado, como la tierra que se trabaja para que esté preparada para lo que viene. El ahora es clave en el después. El después puede ser impredecible —siempre lo es, ¿no?—, pero lo anterior seguirá siendo clave para esa experiencia posterior.
Doble fractura
A los tres días de ir aceitando los motores de la rutina del nuevo año escolar, se volvieron a volar los papeles, y no solo porque la adaptación de León demanda un proceso progresivo que, entiendo, por ansiedad no había contemplado.
Ocurre que ocurre la vida. Un día después de que a León se le cayera la cáscara de la herida que tuvo por un mes en su pulgar fracturado, cuando eso parecía marcar que el barco se enderezaba, tan solo 24 horas después, el viernes pasado, Irene me llamó por teléfono: en la entrada en calor del segundo entrenamiento de fútbol de la nueva temporada, Lorenzo se fracturó cúbito y radio.
Corrida al hospital de niños en Atenas en medio de un llanto sin pausa por los dos huesos rotos de su antebrazo derecho, su mano más hábil. Lorenzo zafó de la operación —no de la maniobra tan brusca y dolorosa como necesaria para enderezar el brazo— y tendrá que estar entre un mes y un mes y medio con yeso (apenas por debajo del hombro y hasta la mano, con el brazo en 90 grados).
Los cuidados que siguen son un desafío para alguien tan energético y movedizo como Lorenzo: no se puede caer —a riesgo de tener que operarse o romperse el otro brazo o tantas otras posibilidades—, por lo que no puede correr, saltar ni hacer nada “agitado”, como dice él.
“No puedo hacer ninguna de mis cosas favoritas”, se quejó Lorenzo, “ni tampoco puedo jugar con una mano”. A lo que comenté: “En realidad, no podés jugar con las dos manos, pero sí podés jugar con una mano”. Se quedó pensando.
¿Será este un período de ensanchar la tolerancia, de conversar con la frustración, de crear nuevas maneras de divertirse? Quedarse en la queja y el lamento, o seguir y aprender. Esa es la cuestión, ¿no? Para él, para mí, para los cuatro.
Los cuidados también son un desafío para mí, aunque esta vez me sorprendí a mí mismo con más paciencia de lo habitual. “Te gusta cuidarlo, se lo dijiste en la ducha y se veía cómo lo lavabas, lindo, despacito, con la esponja”, me dijo Irene, sobre un momento del fin de semana que ella observó pero que yo no había retenido.
“No cuidamos a los niños porque los amamos; los amamos porque los cuidamos”, escribió Alison Gopnik, reconocida profesora de psicología y filosofía de la Universidad de California, en The Gardener and The Carpenter. Es decir, el amor resulta del cuidado y no viceversa. Ya sé que es utópico, pero qué pasaría si nos cuidáramos entre todos.
El de Gopnik es un concepto hermoso que como ocurre con tantas otras cosas las termino de entender al experimentarlas —¡Hola paternidad!—. Escucharlas o leerlas me sirve para completar el circuito de aprendizaje y entendimiento. Y para, por ejemplo, pensar en que el amor por un hijo, de alguna manera, es aprender a anteponer las necesidades de otra persona a las tuyas propias.
En estos días de sentimientos mezclados, también brotaron preguntas: ¿Por qué me causó tanto dolor su dolor, aún sabiendo que nunca vamos a evitar totalmente el sufrimiento de un hijo? ¿Por qué, incluso, querría evitarle el sufrimiento a mis hijos cuando yo pasé (y sigo pasando) por mil situaciones para aprender?
Y estas otras: ¿Cuándo retomaré mis proyectos fechados para septiembre? ¿Mi ignorancia de las transiciones es una manera inconsciente de postergarme? ¿Reaparecerá un trabajo pago y lo suficientemente flexible que encaje con mi disponibilidad y mis posibilidades actuales? ¿Alguien me dará laburo?
Por lo pronto, escribí esta newsletter el domingo (pasado) por la mañana. No me gusta trabajar el fin de semana, que es cuando podemos estar los cuatro juntos —algo que aún estamos aprendiendo a hacer, porque son todos ritmos y necesidades diversas. Pero son los días que Irene generalmente no trabaja y son también los momentos en que ambos podemos tomarnos un rato para hacer algo que no sea trabajar o estar con los chicos.
Así que voy a frenar acá. Celebro haber escrito lo que pude. Ahora voy a volver con León, Lorenzo e Irene. Por suerte (y privilegio) para mí, hoy el trabajo y todo lo demás puede esperar. Un poquito más, sin tanta ansiedad pero sin distraerme demasiado tampoco.
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Un abrazo,
Nacho
Un abrazo enorme 🙏 a Marta Castro, que desde hace un tiempo edita generosamente Recalculando 🙌 . Esta vez no pudo hacerlo porque está atravesando un momento de salud muy delicado. Desde acá va otro abrazo fuerte para ella y un deseo de muy pronta recuperación.
¿Te perdiste la newsletter anterior? ¡Acá va!:
Hola! Me pasó todo muy similar (también dos hijos y yo relegando trabajo para cuidarlos). La clave en tu etapa actual está en un par de lugares: en ese fin de semana en el que "no querés" trabajar para estar los 4 juntos. Lo re entiendo. Pero parece ser la única ventana que tenés disponible para tu tiempo personal bien concentrado. Quizás es aceptar que por un tiempo no estén los 4 juntos todo el tiempo libre.
La otra ventana (si el presupuesto alcanzara) es despojarse un poco del rol de cuidador constante y contratar a alguna persona para eso, empezar a abrir el juego.
Pero bueno, no soy de dar consejos, solo para mostrar las ventanas por si estaban tapadas por cortinas jaja. Cada cual tiene sus detalles y su vida.
Yo personalmente por no decidirme a abrir esas ventanas y no lograr que mi pareja les diera mucha importancia, me terminé separando (chan). Se entiende que para la organización familiar (de una familia que quiere criar a sus hijos con algún padre presente), al final uno termina laburando y el otro casi no, pero bueno, como bien decís, es lo que les pasó a las mamás de generaciones posteriores, y hoy en día pienso que no fue "justo" para ellas. O no quedará otra? Es elegir entre este modelo o el de ambos padres laburando y el nene añorando su presencia y valiéndose más por sí mismo, más abierto al azar? ¿Y alguno de los modelos es el "bueno"? ¿No son ambos modelos igual de falibles y simplemente hay que elegir cómo fallar? jaja preguntas que todavía no me respondo...
Uhhh Nacho, cuánto lamento la fractura de Lorenzo. Pronta recuperación.
Me alegra que disfrutes de la crianza de los hijos. Hoy vemos muchos padres a los que no les gusta “criar” con lo que esa tarea conlleva. Ver a los niños mirando una pantalla en cualquier lugar da pena.