Gatitos que esperan mimos
Hijo mayor, que empezó a jugar al fútbol, llora desgarrado por el jardín. ¿Por qué tiene que ir? Me olvidé el auto en un estacionamiento. Perspectiva, relatividad y el paraíso original que perdemos.
Es curioso cómo a veces me cambia mucho la perspectiva al pensar algo que digo a la ligera. Me explico. En un primer impulso, diría: en las últimas dos semanas no me pasó casi nada. Sin embargo, al enfocar en los temas que atañen a esta newsletter —paternidad, formas de ser varón—, varios hechos empiezan a asomar y encolumnarse.
Es la famosa punta del ovillo, de la que voy a ir tirando a medida que escriba. Intuyo que hay un hilo invisible, pero aún no tengo claro cuál es. Acá voy.
Lorenzo, hijo mayor de cuatro años y medio, retomó el jardín de infantes la semana pasada. Después de tres años en uno donde solo se habla inglés, empezó un jardín nuevo en el que también le enseñan griego —algo que venía diciendo que quería aprender.
El primer día fue de puro entusiasmo. Al segundo, ya no tanto. A partir del tercer día fue una condena: no había manera de que quisiera ir. El año escolar recién empezó, ¿qué hacemos ahora?
Traté de entenderlo para ver si podía ayudarlo. Después de más de un mes de vacaciones con visitas de amigos, viajes a la playa para acampar y, básicamente, pasar las 24 horas del día juntos, había que volver a separarse gran parte del día.
Todas las mañanas lloraba desconsoladamente en la puerta del jardín: sufría las despedidas como un desgarro. Y cada día repetía la misma pregunta: “¿Por qué tengo que ir? No me gusta ir al jardín”. Lo que no le gusta no es el jardín sino “ir” al jardín.
Lo escuché, y me pregunté: ¿Por qué tiene que ir al jardín? Además de porque es muy importante para su desarrollo, tanto Irene —mi pareja— como yo queremos hacer cosas que no podemos hacer si estamos con él (esencialmente, trabajar).
Pero estos motivos del mundo adulto no tienen ningún sentido para un niño que vive en un estado lúdico y de presente permanente. Pienso, entonces, en el sistema en el que vivimos y en que, mayoritariamente, ya no criamos a los chicos en aldeas o redes comunitarias extensas (menos cuando, como nosotros, vivimos lejos de nuestras familias).
Le expliqué a Lorenzo que en el jardín aprenderá cosas nuevas (cada día habla un poco más de griego), que hará amigos como hizo en el jardín anterior y que podrá jugar con juguetes que en casa no tenemos. Nada parece alcanzar: “Me quiero quedar en casa con vos o con mamá”.
Entonces, me doy cuenta de que hay “algo” —perdón por la vaguedad, intentaré resolverla en las siguientes líneas— relacionado con lo precioso de la infancia que me da temor que se rompa. Y no quiero, al empujarlo para que vaya al jardín, ser yo el que vaya a estropear ese “algo”.
¿De qué estoy hablando? Hay en Lorenzo, como en cualquiera de su edad, una sorpresa ante el mundo y una serie de características y de comportamientos que son de cristal; y que no van a resistir mucho tiempo.
¿Cuánto falta, por ejemplo, para que a Lorenzo le hagan bullying por cualquier motivo y él abandone su ternura permanente para “hacerse fuerte”? ¿Cuánto vamos a poder interceder sus padres, que hace rato nos endurecimos para sobrevivir como hacemos los adultos?
…
Desde que empezó el jardín de infantes, Lorenzo nos viene repitiendo a Irene y a mí: “Te amo”, “Sei il mio cuore”, “Sos mi amor”… Y pide muchos abrazos, incluso, en medio de la noche: “Papá, ¿me das el mejor, mejor, mejor abrazo del mundo?”, me dijo hace unos días en la madrugada, y se volvió a dormir.
Hablé de esta angustia con una amiga. Ella, que además de madre es abuela y escritora, me dijo: “El asombro, eso que vos decís que es de cristal, eso, se rompió en mis nietos. No sé cómo decirlo. En parte también porque ellos se cierran sobre sí mismos. Y, sin embargo, nada de lo que decimos aquí es ajeno a lo que de una u otra manera hace la vida con todos. La infancia duele, siempre”.
—Al crecer la vida los (nos) va cerrando, ¿no? —comenté.
—Sí. A veces no puedo ver fotos de cuando mis nietos eran más chiquitos. Se les ve en los ojos algo que no sé cómo se llama, y que ya no está.
—¿Algo parecido a la inocencia?
—Sí, pero la palabra se queda corta. Creo que es un tiempo en que están tomados por el asombro. Esa especie de paraíso original.
…
Al cuarto día de que Lorenzo empezó el jardín, Irene viajó por trabajo. Se fue por diez días junto con León, hijo menor de diez meses (en otro momento escribiré sobre cómo el sistema no ayuda a las familias con hijos, menos aún a las madres que quieren trabajar y maternar).
El asunto es que estos días, en un ejercicio de ver dónde estamos parados en el reparto de las tareas domésticas y de crianza, me tuve que contener de escribirle a Irene más de una vez.
Por ejemplo, en el jardín de infantes nos pidieron la libreta de vacunas de Lorenzo y tardé dos días en encontrarla, pese a que hace años está en el mismo lugar. ¿Por qué será? Igual, impulsivamente, le hice al menos dos preguntas que podría haberme ahorrado:
¿Cuál es el horario en que la electricidad era más barata? Hace tres años que vivimos en la misma casa y podría haberle preguntado al dueño o buscarlo en Internet, que fue lo que finalmente hice después de mandar el mensaje.
¿Hay un solo cubrecama impermeable? Creo que no hace falta decir quién se ocupó de comprar las sábanas y de cambiarlas regularmente, ¿no?
Así que volví a pensar en las cargas mentales y el reparto de las tareas, y en cuánto nos cuesta a los varones resolverlo. También me acordé de que hacía unos días, Irene me había compartido este post de Instagram:
Este post, ¿es para mi o para la newsletter?, le pregunté. “Ah, puede ser las dos cosas… 😉”, me respondió Irene.
…
Dos días atrás, el lunes a la noche, entrevisté en Atenas a Rubén Magnano, el ex entrenador de la selección argentina de básquet que hizo historia grande:
en el Mundial de Indianápolis 2002 le ganó a EE.UU., que por primera vez perdió con sus figuras de la NBA —la mejor liga del mundo—;
y en 2004 ganó la única medalla de oro del básquet argentino en los Juegos Olímpicos de Atenas.
La entrevista giró alrededor de la Generación Dorada, Manu Ginóbili y el básquet. Apagado el grabador, terminamos hablando sobre la paternidad y sobre cómo fueron decidiendo en su familia dónde quedarse a vivir.
Comenté, preso del cansancio actual, que me parecía que lo difícil iba a ser hasta que nuestro segundo hijo se hiciera un poco más grande, cuando tuviera dos o tres años.
Magnano, que a sus 68 años ya es abuelo de tres, y su mujer, que estaba al lado, se rieron: “A los 10 meses, tenés los problemas de los 10 meses. A los 34 años, los problemas de los 34 años. Esto no termina nunca”.
Seguramente será así. Es algo que muchos padres me repiten. Lo que espero que mejore pronto es, al menos, la demanda física. Hay semanas en que, con Irene, estamos agotados (sí, no podemos más). Una muestra son los errores, algunos absurdos, en cosas en las que no solía equivocarme.
Al salir de la entrevista con Magnano, en un hotel céntrico de Atenas, me noté muy relajado… Hasta que me di cuenta de que eran más de las once de la noche y ya hacía más de una hora que había cerrado el estacionamiento donde había dejado mi auto (y eso que la persona del estacionamiento había enfatizado en recordarme que cerraban a las diez).
…
Ante el hecho consumado, sorpresivamente (para mí) no me enojé ni un segundo. Justo recibí un mensaje de Irene, que estaba en Suecia. La llamé, nos reímos y tomé un taxi hasta casa, que estaba a 30 kilómetros. Fue un gasto extra inesperado, ¿qué voy a hacer?
Lo cierto: desde hacía días que me preocupaba el sufrimiento diario de Lorenzo. Llevaba una semana desconsolado cada vez que lo dejaba en el jardín. Un llanto desgarrador, a los gritos. Además de verlo, sentía su angustia en la fuerza con la que se agarraba de mi pierna para que no me fuera.
Otra amiga, madre de una niña, me dijo: “Tenés que soltarlo a Lorenzo”. Dije que lo iba a pensar pero que, dentro de lo que registraba, creía haberlo hecho (este es el cuarto año que empieza el jardín, y solo el primero fue así de difícil. Sí, la inseguridad de lo nuevo tendrá su carga, pienso ahora).
Mi amiga me dijo, también, que tenía que confiar más en Lorenzo, y eso sí lo veo un poco más claro. A veces no logro hacerlo, y me doy cuenta de que debería. Pero hay cosas que me dan pánico (y tengo razón): hace un par de semanas, entusiasmado con un amigo suyo, Lorenzo jugó a ver quién corría más rápido… y, a toda velocidad, cruzó la calle sin mirar.
Se me cierra el pecho al pensar en lo que pudo haber pasado. Es una angustia brutal, como la que sentí al leer estos dos (duros y hermosos) ensayos de Sarah Wildman, madre, escritora y periodista del New York Times:
…
Al séptimo día, o sea, ayer martes, en la mañana en que no tenía auto porque había quedado en el estacionamiento en Atenas, con Lorenzo fuimos al jardín en taxi (sí, otro gasto inesperado).
Intenté dejarlo en la puerta en una acción rápida, como para abreviar el sufrimiento (mutuo). Gritó y lloró. Corrió para darme un abrazo más. No sin angustia al escuchar su llanto tras la puerta, me fui a tomar un colectivo y un subte para buscar el auto en Atenas.
Resuelto ese tema, a la tarde intenté sin éxito llegar temprano a buscarlo: Lorenzo fue el último nene en irse del jardín. Sí, llegué último. Pero, en ese séptimo día, “algo” —que tampoco sabré qué es— había cambiado: Lorenzo estaba de buen humor, feliz, sonriente, bromista: “Sabía que ibas a llegar último”, me dijo, “pero no importa. Hoy no lloré en todo el día. Te engañé cuando dije que iba a llorar”.
Puedo especular que funcionó alguna o la suma de las estrategias —tomando ideas propias y ajenas— de los días anteriores: le pinté un corazoncito en cada mano, le di unas fotos familiares que me pidió para llevar en su mochila; no estiré las despedidas en la puerta, llevó consigo dos caracoles que habíamos encontrado en la playa…
De todos modos, no sé exactamente por qué estuvo tan triste de quedarse los primeros días. Tal vez hayamos subestimado la densidad de todo lo nuevo (lugar, compañeros y maestras) y su necesidad de adaptación.
Me gustaría que otros padres (varones, sobre todo), me contaran sobre experiencias similares (a los que les fue bien los felicito y me alegro por ellos). Quisiera saber si también sufrieron al ver sufrir a sus hijos en el jardín.
Estos días fueron, también, volver a enfrentarme a la impotencia de que hay sufrimientos que no voy a poder evitarles a mis hijos.
De igual modo, tampoco sé por qué está tan feliz de haber ido. Sí sé que me llenó de alegría. Y pasamos esa tarde del séptimo día en un parque, donde armamos una cueva con ramitas; hasta que apareció un gatito y empezaron a jugar juntos. Con delicadeza, Lorenzo le hizo mimos y se lo quiso llevar a casa (¡pero ya tenemos cuatro!).
Luego fuimos al fútbol, por tercera vez. Después de meses pidiéndolo, al final lo llevamos a una escuelita. Y por primera vez pisó un vestuario, que estaba vacío (los nenes llegan cambiados).
Me sorprendió que Lorenzo se moviera allí dentro como si fuera un territorio conocido, como si supiera sobre esa ceremonia hermosa e intransferible de vivir un (buen) vestuario.
No voy a detallar el día completo para no empalagar, pero fue uno de los más alegres y felices que recuerde juntos. Ya en casa, en la cena, en una de esas irrupciones repentinas y aparentemente a cuento de nada, de pronto, Lorenzo habló:
—Nacho…
—¿Qué?
—¿Vos te vas a morir antes que yo? Quiero que nos muramos el mismo día: vos, yo, mamá y León.
Supongo que el hilo invisible —y difícil de integrar— es que todos los contratiempos de la vida cotidiana no tienen que ser más que eso, contratiempos. Desafíos para aprender y seguir, pero no más que eso. Porque lo importante disfrutar de este lado, todos juntos, la mayor cantidad de días posibles. Hay muchos gatitos esperando mimos.
…
Listo, hasta acá llego.
Muchas gracias de verdad por leer, comentar, mandarme mails y compartir con otras personas esta newsletter. Cada vez se suma alguien más, y eso me gusta.
También, ¡bienvenidos a los nuevos! A los que aún debo respuestas, prometo que sigo intentando hacerlo lo más rápido posible. Pero no dejes de escribirme si no respondo 🙂
Nos vemos en dos semanas. Mientras, te leo y nos escribimos.
Un abrazo,
Nacho
Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉
A partir de la pregunta de por qué ir al jardín y todo el recorrido que conlleva...
recordé que hace un tiempo vi unos videos de @thatmountainlife (instagram), unos padres (quien lleva la cuenta es el padre) que eligen no mandar a sus hijos a la escuela, porque defienden que la forma en la que los niños conocen el mundo es jugando, y ellos tienen una vida muy aventurera y nómade que permite que la imaginación no tenga límites.
Yo, honestamente no la elegiría. ¿O normalicé tanto mi forma de vivir acorde al sistema que no puedo imaginarme en ninguna alternativa sin juzgarla irresponsable?
Comparto porque vale la pena acercarse a la cuenta de instagram con la mente abierta, al menos para sorprenderse de lo distintos que podemos ser incluso cuando nos parecemos mucho.
Judith, gracias por pasarme la cuenta. Esa en particular no la conocía, pero sí conozco unas cuantas ideas sobre no mandar los niños a una escuela (incluso, tengo amigos y conocidos que prefieron no mandarlos a la escuela). Creo que hay que tener muy en cuenta los contextos en todo sentido (económico, social, histórico, racial, etc), antes que nada. De todos modos, lo que me resulta más interesante es poder tomar algunas de esas ideas —como las relacionadas con el juego, la autonomía, el descubrimiento, acompañar la curiosidad, correr ciertos "riesgos", etc.— para desafiar costumbres y hábitos que muchas veces tenemos. Incluso, para cuestionarnos por qué y cómo hacemos lo que hacemos. Es lo que me pasa cada vez que mi hijo me pregunta por qué tiene que ir al jardín: ¿y por qué tiene que ir? Bueno, la respuesta corta es porque en este momento es lo mejor que podemos hacer por él (considerando nuestras capacidades, limitaciones y recursos). Pero saber que lo otro también existe es una invitación a estar atentos a incorporar todo lo que pueda ayudar (a todos, a los niños y a nosotros). Gracias de nuevo por compartir!