Un padre en viaje
Mi familia se queda en casa mientras voy a Nápoles por un trámite y se mezclan las sensaciones: libertad, extrañar y nostalgia.
Me doy cuenta por la mañana, un rato antes de partir, que siento cierta excitación por viajar solo. Parece entusiasmo, aunque es confuso. Iré de Atenas a Nápoles para ver si logro terminar el trámite de mi ciudadanía italiana, que comencé hace ya cinco años.
Inicié el proceso poco después de habernos ido de Buenos Aires, cuando llevábamos dos años de casados con Irene y la idea de tener hijos estaba en un horizonte impreciso aunque cercano.
Ahora somos cuatro y llevamos más de dos años viviendo en Grecia, adonde llegamos en medio de la pandemia, que dejó una huella en nuestras vidas, como en la de la mayoría de la gente que conozco.
Pero ahora es domingo por la mañana. Le digo a Lorenzo, mi hijo de cuatro años, que me voy por unos días: “No, no, papá. No te podés ir. Si no, te voy a tirar al mar”.
Me parece un poco exagerada su amenaza pero entiendo que no le guste que me vaya. También le digo que va a pasar rápido, que son pocos días. “¿Me vas a traer un regalo?”, responde, aún con lágrimas en los ojos. Dejo abierta la posibilidad, sugiriendo que queda supeditada a que se porte bien en los días que no voy a estar. Sonríe, con lágrimas en los cachetes.
Quiero irme pero también quiero quedarme en casa con mi familia.
…
En el aeropuerto de Atenas, mientras espero para subir al avión, una mujer está con su hijo, que debe tener la edad de Lorenzo. Veo al nene recostado y jugando con su madre. Me genera ternura, algo que no me pasaba antes de ser padre, cuando más bien evitaba sentarme en las cercanías de donde hubiera niños.
Esos cambios ocurrieron, como tantos otros, sin que los sospechara: la paternidad me atravesó y soy otro, aunque lo vaya percibiendo y asimilando en cuotas. Sí, el cambio, por más meditado que haya estado, fue radical.
La paternidad es como un viento que va moldeando la vida. O más bien, como el agua de un río, que no se detiene y en su curso es testigo o protagonista.
Cada día noto algo distinto, al compás de una vida en pareja y de una paternidad que tienen sus ráfagas, reconfortantes y tormentosas; algunas veces, todo junto o mezclado en el mismo día.
Por momentos, la cotidianidad parece un rompecabezas infinito en el que encajan unas piezas y se desacomodan las de otro sector. Cuando eso me estresa, lo sufro (por demás, y luego me parece exagerado). Cuando los contratiempos, desacuerdos o conflictos los tomo como parte de la vida o, incluso, como desafíos, me funciona mejor: aprendo.
Las contradicciones son permanentes. A veces me pesa la paternidad de dos niños: la escasez de tiempo, las exigencias económicas, el dormir mal los últimos cuatro años, las demandas permanentes de los niños…
Pero apenas Lorenzo se duerme caigo en uno de los lugares comunes de la paternidad: lo veo roncar y me da tanta ternura que me tienta despertarlo. Lo miro y me pregunto por qué ya lo extraño si hasta hace diez minutos lo único que quería era que se durmiera para tener un respiro y hacer algo que no fuera ocuparme de él.
Ahora, el niño que está a mi lado en el aeropuerto de Atenas agarra mi pasaporte y la madre se apura a decirle que no puede hacer eso. A mí me hace gracia. Como no es mi hijo, solo veo en el niño su curiosidad. ¿Por qué no puedo hacer lo mismo con mi propio hijo?
Tal vez al niño le llama la atención que mi pasaporte sea azul y no bordó como el de ellos. O tal vez le sorprenda que no soy europeo pero igual hablo italiano, como me preguntarán varias veces en los siguientes días.
El vuelo me lleva a Roma. Como tengo tres horas hasta que salga el tren con el que iré a Nápoles, doy un paseo por la capital italiana. Es un lujo, sin dudas. Y, sobre todo, es algo que llevo mucho tiempo sin hacer: caminar solo durante tres horas. Aún no lo sé, pero apenas empiece a caminar, los pensamientos (sobre la paternidad, sobre la vida en pareja) se van a amontonar.
Luego de un rato, de pronto, estoy delante de la Fontana di Trevi. Está repleto de gente, como siempre. Pero descubro que mi mirada se detiene en lo que dejé en Grecia: lo que más observo son parejas y familias. ¿Quiere decir que los extraño? ¿Puedo extrañarlos pero igual disfrutar y querer estar solo unos días?
Me viene la imagen de la mañana, cuando le dije a Irene que estaba entusiasmado por viajar (solo), que tal vez deberíamos (volver a) hacerlo cada tanto —cada uno por su cuenta y también nosotros dos solos, cuando la mapaternidad nos lo permita—. Percibo que a ella no le agrada tanto mi comentario, y es entendible: además de irme —y dejarla por unos días con toda la carga de los dos niños—, le digo que estoy contento.
Entiendo, también, que en general fuimos criados de esa manera, para sentir miedo (a la incertidumbre, a lo distinto, etc.). Fuimos bombardeados por comentarios que son la expresión de una doctrina que dice algo así: “Si mi pareja se va lejos de mis dominios, puede pasar cualquier cosa (sobre todo, puede irse con otra persona)”.
Tenemos —por lo menos, dentro de la vida monogámica y heteronormativa— una concepción posesiva en las relaciones: mi pareja, mi hijo… Mi, mi, mío, mío, y solo mío. ¿Por qué luego nos sorprendemos cuando nuestros hijos quieren sus juguetes solo para ellos y para nadie más?
Camino unos diez kilómetros por Roma. Como las calles, subo y bajo. De a ratos me siento raro. Es como visitar por un rato mi vida antes de tener hijos, pero ya no soy aquel pibe de 30 años al que la paternidad le quedaba lejos.
¿Puedo extrañar o sentir una especie de nostalgia por mi familia que hace tan solo unas horas que no veo (y que volveré a ver en menos de una semana)? Y otra vez lo mismo: un poco los extraño, un poco me siento libre —y más joven—, y otro poco me siento raro. No sé bien por qué.
También me sorprende que varias veces pienso en algo que vengo reflexionando desde que nació León —hijo más pequeño, de cuatro meses—: ¿y si tenemos un tercero? Me lo planteo como una posibilidad irracional que surge del deseo.
Quiero decir, me gusta la idea de que tengamos un hijo más (¿o dos más?) pese a todos los “peros” que forman una montaña apenas empiezo a razonar: ¿por qué pienso en un tercer hijo cuando la natalidad a nivel mundial lleva años bajando y es inferior a los tres hijos por mujer en todo el planeta?
Luego leo en el New York Times que no soy el único —además de que Irene también lo piensa—, ya que en Estados Unidos la proporción de familias con tres hijos se mantuvo bastante constante durante las últimas tres décadas y, además, aumentó proporción de estadounidenses que dicen que lo ideal es tener tres o más hijos.
Igual, en lo personal: ¿Por qué pienso en un hijo más cuando por momentos nos cuesta tanto ya con dos? ¿Por qué lo hago si aún la pareja se está acomodando a esta dinámica familiar en la que, además, siempre estamos caminando por un terreno que queremos creer que es sólido en lo económico pero que cuando lo racionalizamos vemos claramente que estamos en una cornisa por la inestabilidad propia de nuestros trabajos?
Además, el otro día hice unas cuentas: cuando León tenga 21 años, yo voy a tener 62, la edad en la que mi madre se empezó a enfermar (antes de morirse, a los 70 años). Si tuviéramos un tercero, y si la historia se repitiera, ¿a qué edad el tercer hijo se quedaría sin su padre? ¿¡Y el cuarto!? Así fui encadenando pensamientos y, claramente, todos los caminos no condujeron a Roma sino a no tener más hijos.
Igual, aun así, sigue latente el deseo de tener un hijo más, lo que lucha con algo parecido a la certeza o intuición de que es probable que no vayamos a tenerlo. Todo a la vez y al mismo tiempo.
Cuando llego a Nápoles es de noche. Lo primero que hago en la estación central de trenes es ir a Ciro y comprar una sfogliatella frolla, uno de mis dulces napolitanos favoritos. Y está tibia: ¡bingo!
En los diez años que llevamos juntos con Irene vinimos varias veces a Nápoles, donde nació ella. Incluso, pasé bastante tiempo solo en esta ciudad. La última vez que estuvimos fue en septiembre de 2021 porque tenía que hacer un reportaje para Rolling Stone por el primer aniversario de la muerte de Diego Maradona.
El asunto es que esta es la primera vez que me siento turista en Nápoles. Decidí quedarme en un hostal por varios motivos. Principalmente, no incomodar a familiares y amigos, y estar más cómodo con mis horarios, además de aprovechar estos días para adelantar trabajo, algo que no logro hacer cuando me absorbe la dinámica familiar en casa.
Bueno, al menos esos son los motivos racionales, porque seguro que en mi inconsciente hay muchas más razones a las que no tengo acceso.
Sospecho eso en el entusiasmo que me genera estar en un hostal pese a que sé todas las cosas que pueden llegar a no gustarme o ser desagradables: a priori no suena muy tentador —a esta altura de mi vida— dormir en una habitación compartida para ocho personas.
Cuando hago el check-in me anoticio de que la toalla no está incluida en la tarifa: ¿cuánto olor a viajero que se ahorra los 2 euros de la toalla habrá? ¿Cuán seguro será tener acá mi laptop y documentos para el trámite de la ciudadanía? ¿En qué estado estarán los baños?
Al final, nada de eso es un problema. Pero igual, la primera noche pasa algo imprevisto. Como cada vez que viajo. O como cada vez que hacemos algo distinto a lo que hacemos todos los días. Como dice mi amigo Ariel: “Al final, la vida siempre tiene más imaginación que uno mismo. Por suerte”.
Una vez más, compruebo que esto es así cuando me despierto sobresaltado. “No, no, noooo. No, noooo. ¡Please, leave me! (¡Por favor, dejame!)”. A las dos de la madrugada alguien está gritando dentro de la habitación. No sé bien cómo reaccionar en mi primera interacción con mis compañeros de habitación (hasta este momento no le había visto la cara a ninguno).
Primero imagino que lo están atacando. Pero enseguida, en la penumbra, veo que el chico, agitado, se mueve rápido y que está solo ahí arriba, en la parte superior de la cama cucheta. ¿Habrá una rata? Cuando logro ver más claro, noto que se queda en un rincón de la cama; de pronto baja y revuelve su bolso, como buscando algo.
Me llama la atención que nadie diga nada. Me parece bastante improbable que no se hayan despertado. Como estoy un poco asustado, pienso que a los demás les puede pasar lo mismo y solo se hacen los dormidos.
Le pregunto si está bien, si necesita algo. Entonces, como si recién ahí se despertara, como si hasta ese momento hubiera estado dormido, dice: “Perdón, perdón, no pasa nada. Perdón”. Y vuelve a subir a su cama. Y nadie dice nada.
¿Así pasa también cuando hay testigos en un hecho de violencia en la calle, no? El miedo y la obsesión por evitar meternos en problemas son unos gobernadores horribles.
Además de la exaltación inesperada en medio de la madrugada, me demoro un rato en volver a dormir porque oigo que algún celular vibra. ¿Lo dejarán encendido para estar ubicables ante una emergencia? ¿Qué puede ser tan grave para que sea necesario estar ubicable durante la noche? Esto sí que antes no pasaba. Y que pase ahora no quiere decir que esté mal, claro.
Al igual que tampoco ocurría la escena de la mañana siguiente: cuando abro los ojos, a eso de las 7:30, veo que todos son más jóvenes —alrededor de los veintitantos—, están despiertos y siguen callados, casi dentro de sus pantallas.
La escena es frecuente en los medios de transporte, pero ocurre dentro de una habitación con ocho personas que recién se despiertan. Y sí, me llama un poco más la atención. Pero más me sorprende que un flaco, además de chequear el teléfono, lo siguiente que hace es salir al balcón en pijama a fumar.
El que se había despertado a los gritos a las 2 de la madrugada es un muchacho con barba, con una actitud algo retraída. Lo saludo, le pregunto cómo está. Me dice, como siguiendo la conversación de la madrugada, que no sabe qué pasó, que cree que tuvo una pesadilla, y que gracias por preguntar. Le comento que se me había ocurrido que podría tener una rata en su cama.
“No creo que acá haya ratas”, dice una mujer, que es la única mujer en esta habitación mixta para ocho personas.
—En Francia sí hay ratas, ¿no? —le pregunta el muchacho de la pesadilla.
La chica dice que sí.
Yo me quedo pensando en la distancia que hay entre algunos miedos y prejuicios y lo que sucede en la realidad. Porque si no estuviera en esta habitación creería —bueno, lo sigo creyendo— que en general es riesgoso para esta chica estar en medio de siete varones. Pero mientras estoy en el hostal, nada me parece más inofensivo. Y ella pareciera estar lo más bien. Sin embargo, el dato duro aquí también dice que ella es la única en esta habitación.
Cuando subo a desayunar, en el hostal suena L’anno che verrà, una de las canciones más famosas de Lucio Dalla, que dijo: “Hice una canción para nada pesimista. No hay milagros, lo único que podemos hacer es actuar sobre nosotros mismos, funcionar, no ver siempre el negro, lo terrible”.
…
Bueno, dejo acá.
Muchas gracias, como siempre, por leer, comentar y compartir con otros esta newsletter (¡y bienvenidos a los que llegaron esta semana!).
Nos vemos en 15 días, como siempre. Buena semana.
Un abrazo,
Nacho
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