¿Estamos los hombres preparados para que la paternidad nos cambie la vida?
La dificultad que a veces encuentro para conectar con ser padre. ¿Qué será lo que está detrás de mi aburrimiento? Intento que sentir no sea siempre menos importante que razonar. Sostener esa tensión.
Hay un momento del sábado o del domingo, después de haber estado diez horas con mis hijos, que me desespero un poco, pierdo la paciencia. Me cuesta identificar la emoción. No sé... Y es raro también, da culpa, ¿no? Sé que el tiempo a solas con ellos mejora nuestra relación… ¡pero me aburro! Sí, me aburro. Quiero un ratito en el que vayan en el auto hablando entre ellos y yo hablando de las boludeces que hablamos los adultos.
El relato es de un amigo que suele pasar varios fines de semana a solas con sus dos hijos y, me cuenta, prefiere armar planes con más gente en lugar de estar a solas con ellos. Al escucharlo, inmediatamente emergió el recuerdo de mis días largos con Lorenzo, mi hijo, ahora de tres años y medio. Pensé sobre todo en los primeros dos años y medio de su vida, en los que él fue muy poco al jardín de infantes y pasábamos todo el día juntos.
Esto me hizo recordar una pregunta que me hago a menudo en momentos de aburrimiento —los cuales prácticamente había desconocido en mi vida antes de la paternidad—: ¿qué tan dispuestos estamos los hombres a dejar que el hecho de ser padre nos cambie la vida?
Está claro que las rutinas y las costumbres de una pareja cuando tiene hijos se alteran por completo, aunque también sabemos que no siempre (más bien, casi nunca) ocurre a partes iguales.
Ante la llegada de un hijo, los hombres siguen trabajando de forma remunerada igual o más que antes, mientras que las mujeres pasan por procesos diversos: o bien duplican la jornada laboral —mantienen un trabajo remunerado pero añaden tareas del hogar y de cuidado— o bien se ven empujadas a abandonar total o parcialmente el trabajo remunerado para dedicarse a las otras tareas.
Es decir, “la llegada de un hijo/a suele fortalecer el rol proveedor económico en los hombres (...), mientras que las mujeres refuerzan su rol de cuidadoras”, señala un extenso informe de Equimundo sobre América Latina y el Caribe, una tendencia que se repite en la mayoría de los países occidentales.
Como conté anteriormente, este no fue mi caso, pues mi pareja y yo experimentamos roles de género inversos a los social y estructuralmente esperados: Irene se dedicó al trabajo remunerado y yo me quedé a cargo de la casa y de Lorenzo.
Así, me encontré —y lo sigo haciendo— más de una vez —¡miles de veces!— con una situación similar a la de mi amigo: intentando disfrutar de mi tiempo con Lorenzo pero, a la vez, queriendo estar en otro lugar o haciendo otra cosa.
¿Dónde quiero ir? ¿Qué quiero hacer? ¿Hay algo más importante que estar con él? A veces me hago estas preguntas cuando siento el impulso de irme, de dejar de escuchar por milésima vez “¡Papá, papá!” seguido de una demanda.
Al final, puede que parte de la dificultad que a veces encuentro para conectar con ser padre está relacionada con no poder entregarme a un estado de pasividad en el que supuestamente no hago nada productivo —en términos económicos— y con lo que creía que significaba ser un varón: hacer, producir, hacer, producir, y que sea visible, reconocido.
Mil veces “¡papá!”
Aunque me cuesta admitirlo con facilidad —un poco por vergüenza, otro poco por culpa—, voy a decirlo: lo adoro como a nadie en el mundo, pero hay momentos en los que Lorenzo me agota (¡y no lo aguanto más!). A veces, se vuelve repetitivo: “Papá, papá, ¡mirá!”, exige. La primera vez me genera ternura y la quinta también; pero entonces lo repite 400, 800, 1.000 veces, y cada vez grita más alto aunque ya no tenga nada para mostrarme (y se me hace obvio que solo quiere mi atención).
Otras veces es su demanda interminable de “jugar” lo que no me divierte y me agota; en parte, porque quiero hacer otra cosa; y en parte, por mi incapacidad lúdica infantil, sobre todo cuando el asunto se vuelve irracional y es imposible jugar con él, porque jugar consiste no en armar el rompecabezas, sino en revolear los juguetes… (ahí es cuando pareciera ser que, más que atención, lo que busca son límites).
También ocurre que hay momentos en los que no sé cómo relacionarme con la demanda de atención de Lorenzo. Mientras quiero responder un mail o un mensaje, él me recuerda sin parar que estamos en el mismo lugar y que, desde su perspectiva, estoy ahí para estar con él, no para prestar atención a ninguna otra cosa (y menos a un teléfono que él, por ahora, no utiliza: “Guardar teléfono, chau teléfono”, me dice).
Es entonces cuando pienso en qué será lo que está detrás de mi aburrimiento. Y miro hacia atrás. En los 37 años previos al nacimiento de Lorenzo, fui haciendo cada vez más lo que se me antojaba, centrándome en mí mismo, en mis deseos e intereses. Fueron años de crecimiento laboral y de expansión personal en los que la rutina era la no rutina. No había demasiados horarios ni condicionamientos en mi (afortunada) vida cotidiana. Como decía, el aburrimiento era algo que prácticamente no existía en mi vida, donde fácilmente podía distraerme cada vez que lo necesitaba.
El cambio a ocuparme de alguien —¡un niño alegre y súper energético!— alteró ese modo de vida abruptamente. Pese a la resistencia inicial —la idea ingenua de que todo podía seguir igual—, con la llegada de una criatura aparecieron otras responsabilidades y prioridades. Había un niño que alimentar, cambiar, dormir, cuidar y con el que, sobre todo, tenía que interactuar (y jugar) todo el día, lo que nos lleva de nuevo al tema del aburrimiento.
Los niños son los artistas del presente
El escritor Andrés Neuman, que a los 47 años se vio conmovido por su paternidad, dijo en una entrevista: “Los niños son los artistas del presente y esa es la cultura que estoy intentando aprender y procuro aplicarlo. Tener un bebé es una manera de ejercitarme sistemáticamente en el aquí y ahora y esto es el único antídoto que nos puede ayudar contra la permanente angustia en la que nos hemos instalado”.
Concuerdo con lo que dice Neuman pero intento no atarme a ideales inalcanzables de crianza que al final del día me cargarán de frustración. Para eso, trato de conectarme también con mi deseo: no quiero olvidarme de mí mismo —anularme— por prestar demasiada atención a mi hijo (intento recordar esto en los momentos en los que me cuesta dejarlo en el jardín de infantes porque Lorenzo pide quedarse en casa).
A veces me doy cuenta de que tengo que dedicarme más a mí, por más que esa dedicación me haga enfrentarme a otro vacío —¿y ahora qué hago? ¿Qué quiero hacer?—. También veo que años atrás, a veces, podía tapar cierta angustia existencial con trabajos poco satisfactorios o con una agitada vida social. Del mismo modo, ahora podría desvivirme por mi hijo y que eso fuera la excusa perfecta de todas mis frustraciones o postergaciones.
Y ahí está la paradoja: a veces me desespera y otras todo lo contrario. Como dice Neuman: “Se llega a la maternidad o paternidad con demasiadas ideas concebidas. Nos están diciendo continuamente lo que debemos hacer y sentir”.
Repito la última palabra: sentir. O bien: sentirnos. Acá entramos en un territorio en el que los hombres nos sentimos particularmente perdidos. ¿Nos damos el permiso de sentir verdaderamente o nos dejamos llevar por lo que —como dice Neuman— nos dicen que debemos hacer y sentir? Creo que sentir, a veces, nos suele espantar y escapamos hacia delante. Pero eso genera varios problemas.
Uno es que para escapar no hay que saber tanto hacia dónde ir sino de que se está escapando; de lo contrario, eso de lo que escapamos permanece ahí dentro, enquistado. Y vuelve, una y otra vez, de un modo o de otro. Silenciar esas incertidumbres y dudas nos hace volvernos ausentes y, pareciera, a veces, insensibles.
“Las labores del cuidado, del afecto y del acompañamiento pueden pasar en los hombres también por el cuerpo —sigue Neuman—. Yo siento que todo eso es una gran oportunidad para que los hombres reflexionemos y nos vinculemos poco a poco con el hijo. Para que cuando se produce el nacimiento no sea un principio, sino una continuación de un vínculo que ya has ido generando poco a poco”, dice Neuman en una entrevista con El País, en la que habla de Umbilical, su último libro, cuya primera parte se enfoca en el período prenatal “porque según el canon tradicional es el territorio que nos está vedado completamente a los hombres por limitaciones biológicas evidentes”.
Aceptar la paradoja y dejarse cambiar
Reflexionando sobre el aburrimiento o la impaciencia que pueden aparecer al intentar jugar una tarde en casa con Lorenzo, buceo entre otras posibles explicaciones, porque está claro que no hay un solo motivo de esta incomodidad, donde sobresale un malestar por no estar produciendo dinero. Hay una desconexión entre lo que siento y lo que debería sentir, entre lo que pienso y lo que supuestamente debería pensar.
Entonces pienso en cómo solemos presentarnos y comportarnos en sociedad los varones, en cómo irrumpimos en la escena pública, en qué cosas valoramos más y, en definitiva, en el peso de los mandatos de la masculinidad (proveedor, heterosexualidad, autosuficiencia, paternidad, racionalidad, fuerza física, ocupar el lugar de la verdad, caballerosidad y toma de riesgos).
La pregunta que ahora me hago es: ¿cómo afrontar esta situación cada vez que Lorenzo me demanda más y más? Trato de que no sea con resignación. Sin dejar de preguntarme por qué me cuesta apartarme de lugares concretos de visibilidad (mi carrera profesional) o reconocimiento (ganar dinero), acepto la paradoja de la situación: estoy haciendo algo súper importante —cuidar a Lorenzo— pero no logro valorarlo y disfrutarlo tanto como quisiera.
La contradicción puede tener mala prensa pero es inevitable. Intento entender por qué y para qué estoy en ese momento concreto, qué me viene a decir ese aburrimiento. Intento que sentir no sea siempre menos importante que razonar. Sostener esa tensión, a veces, me abre la posibilidad de aprender a jugar y a cuidar más; me permite salir del centro y entender que hay deseos y necesidades de otros que son tan o más importantes que las mías; me empuja a estar en el presente, a dejarme ser afectado por la experiencia de la paternidad. A dejarme cambiar. 🏁
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Muchas gracias por haber llegado hasta acá. Esto fue todo por hoy.
Como siempre espero tus comentarios y correos: me gusta mucho leerlos y trato de responder todos (¡a veces demoro más de lo que quisiera!). También sé, porque me lo han dicho, que muchos leen y no comentan o comparten sus ideas: ¡claro que no pasa nada! 😉
Un abrazo,
Nacho
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Coincido y me resuena el cambio que producen nuestres hijes cuando llegan a nuestras vidas. Tambien creo que no necesariamente produce esa revolución interna (y externa tambien) para todos los varones-padres. Quizás, al igual que creo que hizo la pandemia, en realidad la mapaternidad cataliza y revela lo que ya estaba allí gestándose como un cambio de perspectiva, con las contradicciones que eso lleva y que por otro lado abre la posibilidad a interpelarse a otros pero tambien a mantener y reproducir el statu quo de los estereotipos de género y las relaciones jerárquicas de género tal y cual ya lo venían haciendo antes. En fin, creo que más que un "cambio de vida" es una oportunidad para un cambio de vida...para quiénes decidan aprovecharlo. Abrazos!
Nacho, querido, me gustan mucho tus reflexiones. Yo, en ocasiones, también me aburro los sábados y los domingos. Y, lo peor, no soy padre: me aburro de mí mismo. Quizás debería tener a un Lorenzo para que me invite a "salir del centro", aunque, ahora que lo digo, la idea de tener un hijo para ganar algo me suena terriblemente egocéntrica. En fin... Gracias por abrirte de esta manera. Me encanta esta catarsis semanal que haces, y la honestidad y sensibilidad que le imprimes. ¡Qué suerte tienen Irene y Lorenzo! Que sepas que los "no padres" también te leemos y te acompañamos. Abrazos desde Colombia.