Cambios con la paternidad: que el viaje sea divertido, ¿hasta dónde puedo?
Mi viejo me habla en sueños. Mi terapeuta me pregunta de qué me defiendo. Lo que antes era reclamo ahora es comprensión. ¿Qué hago con el deber ser? ¿Por qué nunca es suficiente? ¿Y el disfrute?
En la infancia, digamos alrededor de los ocho años, recuerdo que cuando me iba con mi vieja y mi abuela a la quinta de mi tía en Don Torcuato prevalecía la alegría del plan veraniego: pasar el día al aire libre, jugar al fútbol en el potrero, estar en la pileta y comer rico.
Igual, por un instante y en un segundo plano, aparece una sensación parecida a una espina: desde la ventanilla trasera del auto veo a mi viejo parado en la vereda saludando. Él, algunas veces, se quedaba en casa: “Tengo que trabajar”.
Tal vez también se quedaba dando vueltas alguno de mis hermanos más grandes, pero seguro que no quedaban niños (nos íbamos todos a la quinta). Por un largo tiempo de su vida, para mi viejo aquello debe haber sido lo más parecido a estar solo, en silencio —que tanto le gustaba— y tranquilo —considerando que fue padre de siete hijos—. Y la que nunca se ausentaba, claro, era mi vieja. Pero esto lo veo y lo digo hoy.
Con los años, la escena se repitió: cambiaba el destino, podía ser un cumpleaños o una reunión familiar. La espina ya no era invisible sino que empezaba a ser incómoda a medida que, siendo más grande, iba cambiando mi interpretación. Donde no había palabras, yo suponía —y ya sabemos lo azaroso (y desacertado) que puede ser suponer.
Si en la infancia se imponía el entusiasmo que significaba el plan lúdico al sol, en la adolescencia empezaba a tomar la ausencia de mi viejo como un faltante que hoy tengo presente. Tanto, que más de 25 años después aún me acuerdo, por ejemplo, de que solo una vez en la vida me fue a ver jugar al fútbol, que durante mucho tiempo fue lo que más hice y disfruté.
Tengo grabada una escena de esa vez que mi viejo fue a verme jugar al fútbol. Era un torneo en cancha de 11. Césped irregular, sol. Otros padres afuera. Me tocó ser suplente.
En el segundo tiempo entré y a los pocos minutos me llegó la oportunidad deseada: me fui mano a mano con el arquero. “Voy a hacer un golazo y mi viejo me va a ver”, pensé, todo en un microsegundo, mientras imaginaba la pelota ingresando y el festejo con mi viejo orgulloso.
Entonces, puse el pie debajo de la pelota para levantarla por encima del arquero y ocurrió el papalón, o más bien, la gran decepción: el arquero se quedó con la pelota en las manos como si el que había definido hubiera sido un niño de tres años y no una adolescente.
Nace otro conflicto
Ahora que soy padre, imagino y proyecto —según lo que me ocurre a mí— lo que creo que podía pasarle a mi viejo en aquellos años: no saber qué hacer o que le resultara aburrido jugar con niños; querer estar solo y en silencio, necesitar su espacio... Estar agotado. Todo eso junto al mismo tiempo y más cosas que no sé, como vivir preocupado por la economía (hola, Argentina) con una familia numerosa.
Perdí la cuenta de las veces que, mientras mi vieja no la pasaba nada bien al ver que se acumulaban las cuotas impagas del colegio, mi viejo, que trabajaba como arquitecto, dijo: “Estamos en crisis. Hay que pasar estos tres meses, después la cosa mejora” (seguimos esperando…).
El asunto es que lo que en su momento me pareció una espina, una carencia o una injusticia, a mis 41 años ya no es nada de eso.
El hecho de que mi viejo se quedara en su casa cuando nos íbamos, visto con los ojos de hoy —en la piel de un hijo huérfano desde hace una década y que se convirtió en padre hace cuatro años—, todo aquello que no me gustaba —y que no sabía qué palabras ponerle— ahora (que experimento algo parecido) me resulta una elección comprensible y para nada reprochable, sino todo lo contrario.
Pero, entonces, me enfrento con otro conflicto, que en parte es hijo de toda esta situación. Aunque sepa que es necesario para mi bienestar, me cuesta separar tiempo que no sea para… trabajar, o sea, lo mismo que decía mi viejo para quedarse en casa o en la oficina hasta tarde. El trabajo sigue siendo un argumento (excusa) multiuso infalible, hacia adentro —para mí mismo— y hacia afuera.
Es bastante raro que a alguien no le parezca bien o lógico que me ausente por trabajo (de la actividad que sea). En cambio, si salgo a un bar o hago un viaje de placer, la mirada ya cambia. Aparecen bromas (clichés) que incomodan: “qué buena vida la tuya”, “vos sí que la pasás bien”, etc.
Aunque tal vez creo que no le doy importancia en su momento, el chascarrillo —a veces y a su modo, un disciplinador social— toca una fibra: la de la dificultad del disfrute y el merecimiento del ocio, en constante fricción con el deber ser, esa mochila tan tirana y soberana —por su autoridad suprema.
Sueños
Algunas noches atrás soñé con mi viejo cosas que ni de cerca hicimos en la vida real. Estábamos recostados en el suelo mirando las copas de unos árboles y algunas otras plantas con flores de distintos colores. Esa de ahí es una bougainvillea (santa Rita), dije, señalando unas flores rosas (como las que están en mi casa actual).
En el sueño hablaba con un tono de maestrito, asumiendo que sabía más que uno de mis hermanos, que también estaba a mi lado. Mi hermano, sin percibir mi aire de superioridad, señaló la copa de un árbol y precisó: “Ese es un liquidámbar”.
Yo no tenía idea —no sé de árboles—, pero recuerdo qué sentí: vergüenza, y no por no saber sino por mi tonito docente y por haberlo subestimado, creyendo que él no sabía nada.
A los pocos días, mi terapeuta me dijo: “Tu hermano no era tu hermano, tu hermano eras vos mismo. O sea, sos vos mismo subestimándote a vos mismo, creyendo que nunca sos suficiente”.
Me quedé pensando cuán atinada era la observación de mi psicóloga, que me conoce hace más de una década. ¿Por qué nada es suficiente? Aún no lo sé. Pero, como me dijo Sergio, un lector de Recalculando: “Esa idea de liberarse de la dictadura de lo insuficiente es muy potente”.
Volviendo a la aparición de mi viejo, que no es muy frecuente pero que está más presente que mi vieja en mi registro onírico, me parece bastante obvio que estuvo relacionada con que el día anterior al sueño había fallecido el padre de un amigo y yo no había logrado llamarlo ni escribir un mensaje.
Podría excusarme (mentirme) en que las demandas cotidianas con dos hijos pequeños son altas (altísimas), pero en verdad considero que el inconsciente es una maquinaria aceitada que no se toma francos.
La negación puede operar a priori como un mecanismo de defensa (mirar para otro lado), pero en un segundo plano el agua sigue corriendo. Es bastante probable que se me haya pasado escribirle a mi amigo sobre la muerte de su padre porque necesité evadirme (de algún modo, también era escribirme a mí mismo).
Esa noche, el sueño tuvo más etapas. Además de mi recuerdo, están las notas que tomé al despertar —y también luego de hacer terapia—: “Es como si papá hubiera aparecido para decirme cosas”, anoté, y luego describí las imágenes que había visto con los ojos cerrados en la oscuridad de la noche:
Estábamos en una casa que no era la nuestra (en la realidad) pero que en el sueño sí era nuestra casa (así sucede en los sueños, ¿no?). La casa tenía una suerte de balcón en la planta baja, al nivel de la calle. El espacio privado estaba delimitado del público con unos maceteros sobre la vereda. “Al final no disfrutamos nunca el balcón”, decía mi viejo.
—Es cierto —añadí.
—Nada disfrutamos —enfatizó él.
Entonces, quise decirle que eso también era cierto, que no disfrutamos nada, que no sabemos qué es eso de disfrutar. Pero ya no me salían las palabras, sentía un nudo en la garganta. Junto a mí, mi hermano miraba para otro lado: no le interesaba esa charla, no estaba de acuerdo ni nos escuchaba ya. En cambio, yo me angustiaba cada vez más, me ahogaba con las palabras que no pronunciaba.
El disfrute es algo sobre lo que pienso a menudo, básicamente, porque padezco su falta. Me cuestiono no saber o no ser capaz de disfrutar casi nada (o tanto como me gustaría). Muchas veces cuando hago algo mi cabeza está atendiendo al mismo tiempo otra preocupación o, peor aún, está identificando algo que falta (o que podría ser mejor). Qué vicio más horrendo, por favor.
Si me dicen que la tortilla me salió genial (humildemente, soy un especialista en tortillas), en lugar de responder “gracias” y sonreír (¿eso sería disfrutar un elogio, no?), acoto que le faltó un gramo de sal o que se pasó 10 segundos.
“Lo mejor es enemigo de lo bueno”, dicen que dijo Voltaire (me gustó esto de la Falacia del Nirvana). “Lo perfecto es enemigo de lo posible”, dicen otros. Como sea, qué bien me vendría amigarme con esos aforismos, que suenan lindo pero que no son fáciles de aplicar.
¿Puedo ser mejor?
El trabajo, la casa, la pareja, la paternidad, el tiempo con mis hijos, salir a caminar… Casi todo lo que hago parece obedecer tanto al deber ser que la posibilidad de disfrutar queda relegada, ahogada en un rincón. Por momentos, si no conllevan un objetivo “productivo”, las acciones —escrutadas hasta el hartazgo— se desinflan y pierden sentido.
El disfrute como único argumento, en general, no parece suficiente. Así, caigo en cuestionamientos insólitos: ¿para qué voy a salir a andar en bicicleta si no estoy preparando un triatlón? ¿Para qué voy a ir al gimnasio o hacer pilates si podría estar trabajando o pasar más tiempo con mis hijos? ¿Por qué voy a estar sin hacer nada con todo lo que tengo pendiente?
Todas las preguntas, al final, son una misma pregunta: ¿Para qué voy a hacer algo para mí que, de uno u otro modo, no sea productivo? Para qué voy a hacer algo que no sea cuidar a los hijos, a mi pareja, a la familia, a la casa o… trabajar (más).
Esa postergación permanente, ¿adónde me lleva? Por momentos, a la desconexión conmigo mismo: ¿quién soy más allá del deber ser y los mandatos? ¿Tengo una misión o la vida es un concierto de disconformidad e insatisfacción que no puede abandonar el esfuerzo y el sacrificio? Más allá de lo debido, de todo lo que supuestamente corresponde que haga, ¿dónde estoy yo y mis intereses? ¿A quién le debo qué?
En este punto, con suficiente retórica en sus oídos, mi terapeuta me preguntó: “¿De qué te estás defendiendo?”. Sin pensarlo, respondí: “De mí mismo, de mi autoexigencia infinita”.
—Desde que te conozco, Nacho, siempre pensás que podés ser mucho mejor: mucho más puntual, rendir mejor, rendir más, hacer más y mejor… Es una crítica sin fin… Con una mano en el corazón, Nacho, ¿vos pensás que realmente podés ser mejor?
—Sí, potencialmente puedo ser mejor. Pero la realidad me muestra que no puedo o que no estoy pudiendo. Si no, lo haría, ¿no? O sea, lo que hago es lo que puedo, supongo.
Lo sé: mi respuesta fue bastante banal. Pero eso no le quita mucha verdad. Si antes de ver a mi terapeuta hubiera leído este artículo de la psicoanalista Alexandra Kohan, le habría dicho: “No siempre que quiero puedo, ni todo lo que puedo lo quiero. Querer lo que hago, ¿será este el desafío?”.
En su texto, Kohan cuestiona formulaciones como la que predica que “hay que salir de la zona de confort”. La autora de Elogio de lo incierto, plantea: “Hay además un ninguneo del confort que es cuestionable: ¿por qué no querríamos empezar a vivir, con todo lo difícil que implica vivir, un poco más confortablemente?”
“Hay una especie de épica del sacrificio y un moralismo del pasarla mal —sigue Kohan—; ante el mínimo confort que alguien puede hallar en la vida cotidiana, que ya es de por sí bastante poco confortable, se produce la estigmatización de esos pequeños oasis que alguien puede haber encontrado al menos para reposar un poco”.
Entonces, me pregunto: ¿Qué más me decía aquel sueño que había comenzado placentero, con mi viejo, recostados en el suelo —ahora veo hojas alrededor, en un césped otoñal— y mirando hacia el cielo, identificando flores y nombrando copas de árboles? ¿Qué estaba procesando mi inconsciente (que yo no logro hacer a la luz del día)? ¿Qué deseo incumplido hay ahí?
Pienso también en Lorenzo cuando, tras un día entero con sus amigos y repleto de actividades, se sube al auto y pregunta: “Papá, ¿ahora adónde vamos?”. Y luego se queja: “¿Por qué vamos a casa? Hoy no hicimos nada, ¿por qué nunca hacemos nada?”.
Sé que es un niño de casi cuatro años y que siempre quiere más, pero me inquieta estar transmitiéndole el virus de que nunca es suficiente. ¿Cómo se rompe este ciclo?
El problema principal es lo que me pasa a mí. Como me dijo alguien a quien me gusta escuchar: “Buscá más disfrutar de las cosas. No todo es tan pesado. Hay más de una manera de hacer las cosas y eso también lleva tiempo. El viaje también tiene que ser divertido”.
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Dejo acá. Muchas gracias por haber leído: eso es más que suficiente para mí.
Si tenés algo para decir, acá estoy, como siempre, muy contento de leerte.
Si pensaste en alguien mientras leías, tal vez le podés reenviar la newsletter.
Nos vemos en dos semanas, como siempre.
Un abrazo,
Nacho
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Muchas buenas reflexiones Nachitoooo!! Pero la mejor es disfrutar el viaje y bajar lamautoexxigencia que no tiene ningún sentido. Abrazo de gol amigo!!!