El primer Mundial de mis hijos
Abrazos que no voy a olvidar. Siempre habrá contradicciones. ¿Para qué sirve ganar la Copa? El complejo Dibu Martínez. Messi y la utopía de luchar juntos. La felicidad es contagiosa.
“Estoy abrumado y ni siquiera soy argentino. ¡Feliz de ver a la gente feliz!”, me escribió un amigo que vive en Grecia, de donde es su pareja. Mi amigo —mitad estadounidense, mitad alemán— se había conmovido con las postales de júbilo de millones de personas celebrando en las calles argentinas la Copa del Mundo levantada por Lionel Messi en Qatar.
Su mensaje me llegó mientras leía sobre qué efectos podría o no causar el título en el país y su gente, pero, sobre todo, mientras yo me preguntaba algo más simple: ¿Por qué estamos tan felices los hinchas de la Argentina? ¿Por qué nos pone tan contentos que Messi haya ganado lo único que le faltaba? ¿Por qué me alegra tanto, de modo irracional, ver a tanta gente celebrar en la Argentina?
Hay algo poderoso en la felicidad de los otros: cuando no genera envidia, suele ser muy contagiosa. Sí, algo puede alegrarnos enormemente aunque no lo entendamos ni seamos los protagonistas principales.
De hecho, me parece que eso fue lo que le pasó a mi hijo Lorenzo, que pronto cumplirá cuatro años: él apenas vio algunas imágenes del Mundial y no entiende de qué se trata esto del fútbol, pero por primera vez me vio a mí —a su padre— celebrar en la final con emoción.
Fue así: Lorenzo estaba jugando con unas amigas y se sorprendió al escuchar gritos. Lo abracé, efusivo, en cada uno de los goles y me di cuenta de que él estaba desorientado con lo que pasaba. Cuando ya habíamos ganado, Lorenzo también celebró con los otros niños: encendimos unas estrellitas de esas que hacen chispas. Tengo grabada su sonrisa mundial.
Diez días después de ese inolvidable domingo 18 de diciembre, Lorenzo no hizo ningún comentario sobre esa tarde, pero confirmé que algo le quedó (y no solo porque ahora pide estrellitas).
Hace dos días, mientras compartíamos una tarde con amigos, Lorenzo empezó a patear una pelota y, de pronto, gritó “goooool”. Enseguida pidió que festejáramos todos abrazados, como yo había hecho con él en cada gol argentino (y como habrá visto que hicieron los jugadores mientras yo le decía: “Ese, ese, ¡ese es Messi!”).
“Fui uno más en la marea, experimentando una alegría que no me hizo ni mejor ni más inteligente ni más grande, tan solo más feliz. Y a pesar de que siempre llega la noche y con ella los fantasmas y las piedras, esas horas de sol y multitud me enseñaron una dimensión desconocida”, escribió el periodista Joaquín Sánchez Mariño en Instagram.
No estuve ni en Qatar ni en la Argentina para los festejos. Pero, en mi primer Mundial como padre, compartir la alegría en los abrazos con Lorenzo en la final fue algo único. Así como haber visto a Irene, mi pareja, con los ojos vidriosos y llena de nervios, esforzándose para mantener la calma ante cada navajazo francés y no olvidarse de que tenía en brazos a León, nuestro hijo de casi dos meses.
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¿Y para qué sirve que la Argentina haya ganado el Mundial? Por sí mismo, ni el fútbol ni ningún otro consumo cultural —por más masivo que sea— van a resolver una crisis económica, política y social que lleva décadas profundizándose, excediendo incluso las dos conquistas mundiales precedentes (1978 y 1986).
Ahora bien, esta certeza no debería estorbar a nadie que quiera celebrar. Me parece tan lindo ver a la gente festejar. ¿Acaso no festejamos cumpleaños aunque sepamos que nos vamos a morir? Ya sé que hay gente a la que no le gusta festejar cumpleaños. Pero cada uno debería tener un motivo para enfiestarse y embriagarse de alegría. Para sentir, que de eso se trata. ¿Tanto nos cuesta animarnos a sentir?
“La felicidad fue y es total. Al menos por unos días, con todos nuestros problemas a cuestas y aun sabiendo que los dientes de la realidad van a volver a mordernos, Argentina hoy es el mejor lugar del mundo para pasar fin de año”, escribió el periodista Pablo Perantuono en Coolt.
Luego, hay algo bastante ambicioso, una ilusión caprichosa al ver la alegría colectiva que desbordó las calles de todo el país: aprovechar este envión de entusiasmo para algo más.
“Demostramos una vez más que los argentinos cuando luchamos juntos y unidos somos capaces de conseguir lo que nos propongamos. El mérito es de este grupo, que está por encima de las individualidades, es la fuerza de todos peleando por un mismo sueño que también era el de todos los argentinos… ¡¡¡Lo logramos!!!”, escribió Messi en Instagram, en una publicación que les gustó a más de 68 millones de personas.
Messi habla de los argentinos pero la cantidad de likes de su publicación excede la población del país. Su mensaje también traspasa fronteras: si el mundo compartiera objetivos de bien común y luchara de verdad, si lo intentara con el corazón, podría, eventualmente, conseguir mucho más. Que esto suene (sea) näif no significa que no sea cierto.
“Terminado épicamente este Mundial, no sé hasta cuándo el país seguirá unido en torno al fútbol porque tendemos a la división. Somos difíciles”, escribió Jorge Valdano en El País, donde añadió que de algo estaba seguro: “Si alguna vez necesitamos un ejemplo de cómo hacer algo, incluso un país, apelemos a Qatar, donde un grupo de apasionados jugadores desafiaron juntos todas las dificultades para llegar a lo más alto, bajo el atronador optimismo de una hinchada que contagiaba fe y amor al fútbol”.
¿Será que tal vez sí puede servir que la Argentina, desde la periferia del mundo desarrollado, haya ganado el Mundial y que, en todo caso, el desafío es que logremos aprovecharlo de alguna manera?
Además: los grandes cambios —sociales, económicos, políticos— no transcurren a la velocidad de la pelota pero, como una gran conquista deportiva, sí que se construyen con paciencia (muchísima), lucha (más que muchísima), amor, dedicación y perseverancia.
Y algo más: integrar un aprendizaje lleva tiempo. ¿Cuántas veces en la semana me doy cuenta de algo, cuántas veces digo que no me voy a enojar con Lorenzo cuando grita sin motivo, pero lo sigo haciendo mal un año entero? Se requiere esfuerzo y dedicación.
Así en el fútbol como en un país (y en una familia), por encima de cualquier pretensión individual debe estar el espíritu de equipo. Y también hace falta suerte o algo (¿destino?) que no sé exactamente qué es ni de qué está hecho pero que puedo reconocer como una combinación de factores con una pizca de misterio.
Tengo miedo de seguir viendo la pelota que Emiliano Dibu Martínez tapó con el pie en el último suspiro del partido: temo que en alguna repetición pueda ser gol de Kolo Muani. El arquero argentino hizo todo perfecto pero también contó con una cuota de fortuna o azar: ni quiero imaginar qué hubiera pasado si el francés le pegaba mal y la pelota hacía un efecto extraño. ¿O si levantaba su remate dos centímetros más?
Esto me recuerda otra certeza: incluso hacer todo lo mejor posible puede llegar a ser insuficiente (ese podría ser el consuelo para Mbappé, por ejemplo, y también muchos padres en relación a sus hijos).
Para cuando sea necesario —tal vez en cada una de las derrotas cotidianas—, el Mundial dejó otro símbolo positivo que espero que sea posible asimilar: no solo sufrió Francia —también otros grandes: Brasil, Alemania, España, Inglaterra— ni únicamente festejó la Argentina.
Es cierto que ganó uno solo pero fueron más los que pudieron festejar: como Marruecos, con su gente en las calles por el cuarto puesto. Incluso se puede celebrar por un partido como lo hicieron Arabia Saudita y Túnez, que le ganaron a la Argentina y a Francia, y enseguida quedaron eliminados en la fase de grupos.
¿A qué viene esto? Me gustaría disfrutar de los procesos y celebrar las pequeñas victorias. Liberarme de la bendita dictadura de que nunca es suficiente.
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Sé que el fútbol está lleno de contradicciones —¡como cada minuto de la vida!—. Lo dicen miles de artículos como este de Gabriela Siadón, pero también podemos alumbrar los progresos: ¿acaso no fue este el primer Mundial que en la Argentina hubo un partido (Suiza-Camerún) relatado y comentado solo por mujeres (Angela Lerena y Lola del Carril)? No es poco para un deporte y un ambiente tan machista como el fútbol.
Las contradicciones abren un camino para analizar complejidades. Casi nunca es (o debería ser) cierto que solo hay sitio para una opción. No es Messi o Maradona. No es vos o yo. ¿Por qué no pensar primero si no puede ser “y” en vez de “o”? ¿Por qué no creer que (casi) siempre hay una tercera vía y que no todo termina en una disyuntiva absurda, excluyente y boba? ¿Alguien cree que es aún válido preguntar “mamá o papá”?
Sin lecturas lineales, Emiliano Martínez es un buen ejemplo de “y”. El arquero de la selección, un atleta híper profesional y estrella del deporte más popular del mundo, contó que en los momentos difíciles pidió ayuda. ¿Para cuántos varones esto será una invitación a abandonar la autosuficiencia?
“Por un lado, tiene cosas de bravuconería, como se ve en los penales, pero, por otro, es un tipo que contó delante de millones personas lo que le había dicho su psicólogo, mostró su fragilidad, algo que muy pocos deportistas de élite hacen”, dijo Daniel Jones, doctor en Ciencias Sociales.
Para el licenciado en Ciencia Política (UBA) e investigador independiente del Conicet se trata de un gesto “alucinante” que “se sale de la omnipotencia” de los varones: “No es habitual que una figura de primera línea lo cuente. ¿Qué político de primera línea cuenta que hace terapia? ¿Qué sindicalista lo hace? ¿Qué otro deportista activo?”.
Otra del arquero: esta vez poniendo el trofeo con forma de guante a la altura de sus genitales. Nada más fácil que crucificarlo por un gesto que, por qué no, puede ser una oportunidad pedagógica para quienes se escandalizaron tanto: ¿tan difícil es explicarle a un niño/a qué significa y por qué no está bueno lo que hizo Martínez?
La crítica severa sobre el arquero me parece, además de exagerada y poco compasiva, una manera de olvidarnos de que todos somos parte de la misma sociedad y que, de uno u otro modo, todos reproducimos más o menos violencias. Sobre esto, me gusta lo que dijo el sociólogo Luciano Fabbri:
También esta viñeta:
De todos modos, tampoco hay que pedirle tanto más al fútbol, ¿no? Incluso, podemos no pedirle nada, como dijo el humorista y conductor radial Sebastián Wainraich cuando en una entrevista le cuestionaron su pasión por el fútbol.
“No sé por qué quiero que un equipo le gane a otro. Es absurdo, es ilógico, pero me pasa. No lo voy a reprimir ni a negar [...] ¿Gana un equipo y yo me pongo contento? ¡Es un montón! No tantas cosas me ponen contento en la vida. ¿Y sabés por qué me gusta ser hincha también? Porque no sirve para nada. Y hoy justamente todo tiene que servir para algo, todo tiene que ser productivo. Bueno, ser hincha de fútbol no sirve para nada”.
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En 1986, cuando la Argentina y Maradona tocaron el cielo con las manos en México, yo tenía cuatro años y medio. No me acuerdo absolutamente de nada. Siento que en ese Mundial yo no había nacido. Me pregunto cómo será para Lorenzo, que todavía no tiene cuatro años. ¿Se acordará de las estrellitas y los festejos con abrazos? En todo caso, tendrá esta newsletter, que —aunque a veces piense que no sirve para nada— podrá ser un recordatorio o un creador de memorias.
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Muchas gracias por haber llegado hasta acá.
Como siempre, espero tus comentarios y correos. También, como hacen muchos, podés reenviarle este correo a alguien más.
Espero que cierres muy bien el año y que desde el primer minuto de 2023 se te cumpla todo lo que deseás.
Buena semana y hasta la próxima newsletter (en 15 días).
Nos vemos el año que viene.
Un abrazo,
Nacho
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