Mi primer Mundial como padre
Qatar, hipocresía, contradicciones y coincidencias. Neymar y lo miserable de alegrarse por la desgracia ajena. Paternidad, goce y sufrimiento. Argentina y Messi emocionan a un comentarista italiano.
Más allá del fútbol, que me encanta, creo que los Mundiales me fascinan además por todo lo que se puede contar a través de esta experiencia espectacularizada, emotiva, exagerada y, como la vida o la paternidad, intensa y llena de contradicciones.
Este no es el primer Mundial sino el cuarto que veo fuera del país en el que nací, la Argentina. Es diferente de todas esas veces pero, por momentos, Qatar 2022 se parece mucho a la primera, cuando tenía 20 años y vivía en España.
Ahora, dos décadas después, viviendo en Grecia y siendo padre de dos niños, algunos de esos recuerdos retornan como flashes en estos días de fútbol en Qatar.
La semana pasada, en la derrota 2-1 en el debut ante Arabia Saudita, se hizo presente la misma sensación de orfandad que sentí cuando la selección que había llegado como gran candidata a Japón-Corea 2002 empató esa mañana con Suecia y quedó eliminada en la primera ronda.
Aquel partido fatídico lo vi solo, a la salida de la discoteca en la que trabajaba por las noches en Mallorca: estaba rodeado de hinchas anglosajones, en su mayoría británicos y holandeses, felices no tanto por el triunfo sueco sino por la derrota argentina.
Ya entonces me llamaba un poco la atención eso de celebrar la tristeza ajena: ¿qué hay detrás de una rivalidad como para que alguien se ponga feliz por la derrota de otro? O, peor aún, gozar ante la desgracia de alguien que sufre, como Neymar, que la semana pasada se lesionó en el debut de Brasil (se espera que vuelva a jugar a partir de octavos de final).
Neymar ya se había lesionado en el Mundial de Brasil 2014, cuando padeció una fractura en la columna. ¿Qué hizo entonces un grupo de hinchas argentinos? Burlarse de la lesión del crack brasileño.
Ante una nueva lesión de Neymar, ahora en Qatar, no faltaron quienes celebraron, incluso en su propio país. Su compatriota Ronaldo —dos veces campeón del mundo— escribió un mensaje de apoyo en el que se preguntó: “¿Cuán lejos hemos llegado? ¿Qué mundo es este? ¿Qué mensaje estamos transmitiendo a nuestros jóvenes? Siempre habrá gente en contra, pero es triste ver a la sociedad en el camino de banalizar la intolerancia, de normalizar los discursos de odio”.
Paralelismo
Decía antes que la derrota ante Arabia Saudita de la semana pasada me remontó dos décadas atrás. En aquel entonces, Argentina venía del estallido social de diciembre de 2001 y, en contraste con el país, la selección de Marcelo Bielsa llegaba al Mundial tan fuerte que generó una ilusión enorme.
Había un sentimiento generalizado de que la historia contemporánea y su injusticia tenía una deuda con la Argentina —hipótesis tan absurda como ombliguista—. La esperanza se asemejaba a la certeza de ganar el Mundial, algo que parecía garantizado aunque se apoyaba —antes como ahora— mayormente en el deseo.
Había —y hay ahora— una expectativa desmedida en lo que podría significar ganar un Mundial. Si en el Mundial de 2002 el país estaba quebrado, Argentina ahora está hundida en una crisis económica insoportable (más de un tercio del país es pobre) y con una inflación desesperante: 88% interanual, con previsiones de alcanzar —por primera vez en 30 años— el 100% cuando termine el año.
“Lo único que le falta a este país es que a la selección le vaya pésimo”, me dijo un amigo desde Buenos Aires luego del primer tropiezo. Hoy mismo Argentina podría quedar elimi… (mejor no completo la frase) si no le gana a Polonia; otra vez en la primera rueda, como en 2002. Nadie quiere ni pensarlo. La realidad —o la posibilidad— no es suficiente ante un sueño, porque los sueños no entienden razones. Parece que todo se disuelve ante el deseo.
Entonces, colgando de un hilo, la añoranza sigue ahí: “Ojalá Argentina salga campeón por el bien del país”, se escucha en las conversaciones en el país, cuenta el periodista Andrés Burgo, que recuerda que al país no le fue mejor tras el título en México 1986 y, tal vez para que no nos engañemos (tanto), escribe que el fútbol puede mitigar el desencanto popular pero no solucionarlo.
No te deja calentar
Dicho todo lo anterior, mi hijo mayor, Lorenzo, que cumplirá cuatro años en febrero, apenas fue una vez a la Argentina (cuando tenía un año). No haría falta decir que todo lo que sabe del país es lo que nosotros —Irene y yo— le transmitimos, porque allá está gran parte de su familia y nuestros amigos.
Más allá de eso, sin darme cuenta muy bien cómo, a Lorenzo le contagié mi fanatismo por Argentina en el Mundial. Entonces, en los últimos días, mientras íbamos en el auto hacia el jardín de infantes, me pidió que ponga “la canción de Argentina”. Y canta: “Vamos, vamos, Argentina / Vamos, vamos, a ganar / Esta banda turuleca / No te deja, no te deja calentar”.
Me divierte que Lorenzo, en su adaptación libre de la versión original de este canto de estadio, haya cambiado “alentar” por “calentar” y “quilombera” por “turuleca”.
Me causa gracia, me gusta, pero también me inquieta: ¿por qué tengo que inculcarle un fanatismo por un país que él casi no conoce y del que yo me fui? ¿Cuántas cosas más, sin darme cuenta, le estaré transmitiendo?
Las contradicciones del fútbol y de ser padre se mezclan. Por ejemplo, me encanta haberme convertido recientemente también en el padre de León, aunque la llegada del segundo hijo implique esfuerzos físicos y mentales —y económicos—, y postergaciones inmediatas pero pasajeras. Además, y sobre todo, cada vez se vuelve más evidente que ser padre me pone de frente al riesgo de sufrir —hoy y siempre— más que con cualquier otra cosa en la vida.
¿Acaso hay algo peor que la posibilidad de sufrimiento de un hijo? Pero me olvido de eso cuando estoy agotado por la paternidad, como el domingo pasado, cuando Lorenzo estaba en uno de esos días de una demanda imposible de satisfacer. Ya lo dije: lo amo, pero a veces no lo aguanto. De todos modos, en este contexto, me sigo preguntando si buscaría un tercer hijo. ¿Por qué?
Contradicciones del fútbol
Me gusta el fútbol, lo jugué mucho, pero soy consciente del machismo insoportable, la tremenda homofobia y el triste racismo que conviven en este deporte a nivel amateur y profesional. Te va educando y sancionando a cada paso para no desmarcarte del estereotipo. Hacerlo implica sanciones (de género) por no ser suficientemente hombre (no ser macho, no tener aguante), a lo que sigue un aleccionamiento que, según se va adecuando a los tiempos, en el mejor de los casos puede aparecer en forma de broma, ironía, chiste o una simple mirada rara.
En este contexto, es para celebrar que Dibu Martínez, el arquero de la selección argentina, haya dicho abiertamente que habló con su psicólogo después de la dolorosa derrota contra Arabia Saudita. Contó que sufrió mucho y que no pudo dormir. Es decir, apenas consumado el triunfo ante México, una de las figuras de la selección se mostró vulnerable en vez de venderse como un superhéroe.
¿Por qué importa? Es una estrella, súper popular, millonario y talentoso. Aun así se desmarca del discurso y el comportamiento que reina entre los hombres: habla de no poder, de sufrir y de pedir ayuda. Aunque parece simple, no lo es. Y por algo la noticia se viralizó en los medios y redes sociales. Bienvenido, es un discurso mínimo —un gesto esperanzador— pero necesario.
Y entonces: ¿fútbol sí o no?
La elección de Qatar como sede generó un sinfín de críticas, con sobradas razones como para hacernos los distraídos: falta de derechos individuales —en especial para mujeres y disidencias sexuales—, una escandalosa investigación por corrupción en la elección del país organizador —el FIFAgate llevó a la cárcel a dirigentes y empresarios, mayormente latinoamericanos— y, tal vez lo que más impactó en los medios más allá del rigor de la información, el maltrato que causó la muerte de ¿cientos, miles? de obreros en la construcción de estadios.
“El Mundial como vidriera. El Mundial como lavado de imagen. El Mundial como negocio. El Mundial como posibilidad de cambio. El Mundial juego. El Mundial como búmeran. Y el Mundial modo hipocresía. Todo eso, Qatar, todo eso es un Mundial”, escribió el periodista Ezequiel Fernández Moores en el diario La Nación.
Todo esto es cierto. Y me hace pensar que es como si el fútbol —como otros consumos culturales o decisiones cotidianas— me permitiera tomarme licencias para ejercer con cierta impunidad esa contradicción que tantas veces se da y de tantas otras formas: hago con entusiasmo algo que, si lo pienso bien, me parece mal, no tiene sentido, me resulta absurdo o me quita las ganas. Algo que, como un chiste al ser explicado, pierde la gracia.
Los ejemplos serían numerosos, dentro y fuera del fútbol. A veces me parece que si pienso profundamente en las formas en que vivo (vivimos) —uso de la tecnología, consumos, costumbres, forma de trabajar—, casi todo se convierte en una contradicción.
Entonces, como soy hincha de la selección argentina —y fanático de Messi—, pero también padre de dos hijos y periodista, a la vez que me siento abrumado por la Copa del Mundo, también puedo permitirme disfrutarla.
Entiendo que lo personal es político, pero también creo que hay que elegir qué batallas —y cuándo— queremos o podemos pelear. De lo contrario, estaríamos todos peleando todo el tiempo por todo (¿y por nada?).
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Muchas gracias por haber llegado hasta acá. Para cerrar, algo más.
Pasaron unos días del golazo de Messi a México y aún me emociona la pasión del comentarista y ex futbolista italiano Daniele “Lele” Adani, que en la RAI explotó para festejar el gol argentino (obvio que en Italia lo criticaron por excesivo, ¿no?). En fin, qué lindo es ponerse contento con, por y a través de otros.
Si no lo escuchaste, acá están el relato y los comentarios (con subtítulos):
Como siempre, espero tus comentarios y correos. También, como hacen algunos, podés reenviarle este correo a alguien más.
Que estén muy bien y hasta la próxima newsletter, como siempre, en dos semanas.
Un abrazo,
Nacho
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