Incomodidades
Momentos incómodos se mezclan con el horror, el desconcierto y el no saber. ¿Para qué sirve esta incomodidad?
Ante una sucesión de hechos aparentemente disociados a veces aparece repentinamente un hilo invisible que los conecta. Eso explica por qué me llaman la atención en un momento determinado, y por qué permanecen en un primer plano cuando pienso aleatoriamente en cosas que pasaron recientemente.
Es como si pasara varios días siguiendo una consigna que no sé cuál es y por eso tardo en entender cuál es la relación entre:
algo que dice Lorenzo, hijo mayor, casi 5 años (“¿Por qué esa persona no tiene plata?”),
con algo que hago que no está bueno (imponer un deseo sin considerar a Irene, mi pareja),
con lo que me genera la mirada de un desconocido desde otro auto.
Los hechos quedan en la superficie hasta que hago un clic: “Ahá, lo que parece que hay es incomodidad, ¿no?”. Luego vienen más momentos, y lo confimo: “Sí, esto va de incomodidad”. Esa parece haber sido la consigna de las últimas semanas, en las que presté atención a diferentes incomodidades.
El viernes pasado, antes de llevarlo a fútbol, con Lorenzo nos sentamos a comer una tiropita (tarta de queso) y unas frutas secas. “¡Caca!”, me alertó. Enseguida junté mis pertenencias y cruzamos a un bar para pedir prestado un baño. Eso ya era una incomodidad, pero estoy acostumbrado a lidiar con baños públicos que a veces son un asco.
Lo que me descolocó fue el comentario de Lorenzo: “¿Por qué no dejás nada en la mesa?”, preguntó mientras lo apuraba para llegar al inodoro. Para un adulto resulta lógico: nos pueden robar el teléfono y la billetera (casi no importa en qué ciudad leas esto, ¿no?). Pero me incomodó sentir que, tal vez por una mezcla de pragmatismo y sinceridad, al decir eso estaba colisionando su mundo frágil, inocente e infantil contra la hostilidad de la realidad (que tenemos tan naturalizada, ¿no? Onda: “Y sí, te van a afanar, la vida es así”).
…
Desde hace un tiempo tengo el hábito de realizar estadísticas caseras para cotejar algunos estudios académicos, como los de cuidados de las infancias y la carga mental, donde el mayor peso recae sobre las mujeres. Entonces, por ejemplo, voy a un cumpleaños o una plaza y cotejo.
La última fiesta de un amigo de uno de mis hijos fue demoledora: éramos cuatro hombres —todos con pareja— y 20 mujeres. Es decir: mujeres solas con hijos, y cuatro varones que lo hacíamos en tándem. Ah, fue después del horario laboral (de 17 a 21 horas). Lo que no ayudó a mejorar la cosa fue que una mamá creó un grupo de WhatsApp y le pidió el número a Irene. “¿Puedo estar yo también?”, dije. “No, la pongo a ella, ya tenés tu representante”.
Algo similar ocurre en las plazas por la mañana, donde la mayoría femenina es abrumadora. Me pasaba en Buenos Aires pero también en la mayoría de las ciudades europeas en las que me tocó estar en los últimos cuatro años. Y me pasa ahora en las afueras de Atenas, donde vivimos. Pero en las últimas semanas el equilibrio se rompió: aparecieron más varones y más personas en general en el parque al que suelo ir con León, hijo menor (un año), luego de dejar a Lorenzo en el jardín de infantes.
Primero me encontré con alemanes e ingleses: estaban de vacaciones porque en Grecia el clima es aún primaveral. Y la dinámica se repitió: al rato aparecía su pareja que o bien venía de hacer las compras en el súper o de ir a correr, pero en todos los casos ni bien llegaba automáticamente ella tomaba el mando del barco de los niños (cambiar pañales, darles de comer, decidir cuándo ir a casa, etc).
Que haya más gente en la plaza se debe a la llegada de israelíes. Hablé, al menos, con una docena. Todos me cayeron muy bien y me causaron tristeza. No vinieron por el sol y el mar griego sino para escapar de la guerra y las bombas que cayeron cerca del jardín de infantes de sus hijos o sus casas. Unos vienen de las zonas de frontera y otros de Tel Aviv. Todo es un espanto. También es horrible pensar que ellos y otros pueden irse de Israel mientras que la mayoría de los palestinos están encerrados casi sin más opciones que rezar y apostar a que el azar de las bombas no los alcancen.
Arriba del auto
Manejando tuve dos incomodidades distintas.
Con el semáforo en rojo, una persona se acercó a la ventanilla pidiendo dinero pero no le di nada. “¿Por qué no le das una moneda?”, preguntó Lorenzo, que otra veces ante la misma situación me había preguntado: “¿Por qué le diste una moneda?”, “¿Por qué no tiene plata?”, ¿Por qué no tiene trabajo?”, “¿Nunca va a tener trabajo?”.
También arriba del auto, me incomodó el intercambio de miradas con desconocidos. Tanto, que fue algo que seguí con atención por varios días. Me pasó que en una ruta de dos carriles iba lento por la derecha y, luego de recibir un bocinazo injusto, un tipo me pasó por la izquierda (como correspondía) no sin antes dedicarme una mirada fija. Entonces me di cuenta de que yo más de una vez hice lo mismo al superar a otro auto, como si al hurgar en quién conduce pudiera resolver o justificar algo: ¿Qué se busca con esa mirada que, indefectiblemente, tiene una carga de agresividad?
Entonces, hice dos cosas:
1) Intenté no mirar más a nadie cuando lo superaba (fracasé unas cuantas veces, es un hábito más arraigado de lo que creía);
2) Cada vez que un auto me superó me fijé si la persona me dedicaba una mirada, y armé otra estadística casera callejera. Sobre 70 personas que conté que me miraron, hubo 60 varones ( 85,7%) y 10 mujeres (14,3%). Si hacen el ejercicio, me cuentan cómo les dan los números. Mientras, me gustaría pensar qué puede implicar o buscar esa mirada. ¿Ideas?
Decisiones desparejas
Por el azar de las redes sociales, descubrí el podcast Decisiones desparejas (en Spotify, también en YouTube, Apple Podcast, Amazon Music y Google Podcasts). La miniserie (seis capítulos) me secuestró desde el arranque y, sin rodeos, me encantó.
En clave de comedia, esta ficción sonora narra la historia de una pareja que lleva casi dos décadas y cuyo matrimonio —y estabilidad familiar— vive amenazado por el minado terreno de la cotidianidad doméstica. En cualquier momento puede estallar una bomba como la del Viandagate (capítulo 4), porque dentro de un tupper puede haber una vianda para una hija o años acumulados de conflictos y confusiones de roles, géneros, patriarcados y exageraciones.
El asunto es que empecé a escuchar el podcast solo y como me gustó tanto no me aguanté: puse el segundo capítulo en el auto mientras íbamos con Irene a buscar a Lorenzo. Fue incómodo, porque ella hubiera preferido empezar por el principio —y yo lo sabía—, y un poco le molestó. Pero impuse mi voluntad. ¿Por qué mi deseo individual sobrepasó cualquier acuerdo o deseo en común?, pensé después.
También me di cuenta de que la quería convencer para que lo escuchara porque el podcast también era un modo de decirle cosas que muestra el podcast (y que yo no sé formular tan sintéticamente y, sobre todo, con la eficacia amable del humor de esta ficción).
Como creí que mi recomendación podría ser insuficiente para que escuchara el podcast, mi estrategia fue: se lo hago probar y al máximo ella lo rechazará. Entonces, interrumpiré la escucha; es probable, que resoplando o levantando las cejas, para manifestar con algo de sutileza mi malestar pero sin enunciarlo, lo que también es un método extorsivo que la deja a ella en una posición incómoda. Sí, todo mal.
Digo todo esto para marcar una incomodidad con mi forma de ser (varón) por más que haya sido una anécdota pequeña y que, al final, funcionó bien (al día siguiente escuchó el primer capítulo y luego todo el podcast, y le encantó). El punto está en la tendencia a imponer mi deseo, de algún modo, menospreciando el suyo. Para colmo, lo hice con un comentario embustero y que, sobre todo, yo hubiera odiado recibir: “Es igual si empezás en el segundo capítulo, se entiende igual, ¿no?”.
Me sigue incomodando
Atado a la consigna sobre las incomodidades, pensé que cosas me siguen o no incomodando. Lo primero que me vino a la cabeza fue que Irene volvió a ser la principal proveedora económica del hogar. Tras un período en el que regresé al mercado laboral, en agosto pasado se terminó un proyecto largo.
Con Irene volvimos a revisar el contrato doméstico y decidimos que voy a volver a darle prioridad al cuidado de los hijos y a ocuparme de la casa —se volvió un desastre mientras los dos trabajamos, apareció una víbora en el jardín porque el pasto está alto, etcétera.
Sigue siendo incómodo no generar un salario todos los meses pero esta vez estoy logrando disfrutar más de León en comparación con Lorenzo, cuando me agarró desprevenido, inocente y muy ignorante (y me llevó a la crisis que dio lugar a esta newsletter).
Me sigue incomodando cuando Lorenzo me pide jugar y no tengo ganas. “¿Papá, podemos jugar?”, dice. ¿Qué puedo responder que no sea incómodo cuando no tengo ganas? Porque jugar sin ganas es tan incómodo como decirle que no tengo ganas pero no tan feo como lo horrible que sería decirle que más tarde jugamos (a no ser que sea verdad).
También me sigue incomodando cuando Lorenzo pregunta por qué tiene que ir al jardín si lo que él quiere es estar en casa con sus padres. “¿Por qué no puedo quedarme en casa con vos o con mamá?”. No se conforma cuando le digo que en el jardín aprende o juega a cosas que en casa no podría.
Me sigue incomodando cuando vienen amigos a casa y es casi imposible hablar porque dos hijos se turnan para interrumpir permanentemente. Al final, por necesidad o por deseo, siempre reclaman atención.
Pero ya no me incomoda que el deseo sexual con Irene no coincida. A veces estamos coordinados, otras veces en veredas opuestas. Pero no es un conflicto ni una señal de decadencia sino, creo, un signo de madurez de la pareja.
Bueno, también me sigue incomodando que León se levante al rato de haberse dormido y entonces compruebo a diario que por un buen rato va a seguir siendo una fantasía eso de que si se duerme a las ocho y media de la noche entonces tenemos unas tres horitas para nosotros, para la pareja que lucha por reconfigurarse en un nuevo esquema y apuesta a una serie como un método para compartir algo que no requiere demasiado esfuerzo y que implica un gusto en común. Pero no, León se despierta apenas unos minutos después de que empieza el quinto capítulo de Según Roxy (sí, recién la descubrí y me está gustando mucho; aunque ya me avisaron que la segunda temporada cae un poco).
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Me sigue incomodando contar que escribo esta newsletter cuando percibo que mi público puede no ser receptivo. Me da vergüenza pero también bronca porque estoy convencido de que es necesario —y me encanta— hacer Recalculando. Además, estoy muy contento con la gente que se sigue suscribiendo, leyendo y escribiéndome.
Ahora que lo pienso, la incomodidad es precisamente un buen motivo para seguir. En el cumpleaños en el que éramos cuatro papás y 20 mamás, tuve una breve conversación con otro padre que ya me había cruzado antes.
Había escuchado ya una buena cantidad de comentarios suyos (“las mujeres se ponen nerviosas, nosotros resolvemos”) cuando él me preguntó sobre qué escribía. Para entonces yo lo había etiquetado, prejuiciosamente, bajo el arquetipo del machirulo al que el feminismo le parece una idiotez y a las mujeres —hincha pelotas o intensas— hay que explicarles las cosas (¡Hola mansplaining!). Entonces, me escondí con una respuesta vaga, le conté sobre mi trabajo freelance pero deliberadamente no mencioné esta newsletter sobre paternidad y masculinidad.
Con la tendencia fácil al auto psicoanálisis que puede emanar de casi cualquier porteño, creo que además de alguna inseguridad lo que hay en esta incomodidad es un auto boicot sobre Recalaculando que se relaciona, justamente, con el espíritu de esta newsletter: indagar sobre la masculinidad.
Honestamente, ya tuve sobradas muestras de que las conversaciones que surgen acá son necesarias o interesantes para muchos. De hecho, al día siguiente de ese cumpleaños me escribió Federico Seeber para charlar en La burbuja, su programa de radio en FM Milenium.
No conocía a Federico ni tampoco sabía que era lector de esta newsletter. Además de que fue muy generoso en la entrevista (¡muchas gracias!), me hizo pensar en varias cosas pero, sobre todo, me sentí muy cómodo, incluso hablando de incomodidades.
Ahora que termino de escribir, creo que lo incómodo es lo que me resulta difícil de explicarle a mis hijos, pero también lo que me resulta difícil de entender, de cambiar o de reconocer. Y nada de eso está mal ni tampoco es para la autoindulgencia o autocomplacencia sino para avanzar, para intentar normalizar esa actitud de repensar, cuestionar, recalcular y seguir aprendiendo. Porque sin incomodidad, no hay cambio.
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Gracias por haber llegado hasta acá.
Quiero decirle gracias a alguien que no sé quién es pero que evidentemente compartió mi newsletter de algún modo porque la semana pasada llegaron unos cuántos suscriptores nuevos todos juntos, a los que luego se sumó otra ola que llegó tras la charla con Federico Seeber en FM Milenium (compartiré el link en la próxima newsletter).
Así que muchas gracias a esa persona que no sé quién es —y a todos los que hacen correr la newsletter— y una calurosa bienvenida a quienes están recibiendo Recalculando por primera vez (acá pueden ver todo lo que fui publicando).
Podría decir que asoma una incomodidad personal: no quiero defraudar a los recién llegados (hola autoexigencia) pero tampoco quiero presionarme, así que seguiré escribiendo sin pretender imaginar gustos de los lectores sino haciendo lo mejor que puedo (que al final suele ser la solución de la mayoría de las cosas).
Nos vemos en dos semanas. Mientras, te leo y nos escribimos.
Un abrazo,
Nacho
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Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉
Recién descubro este newsletter! Me gustó mucho! Gracias