Optimista por elección
Anotaciones de fin de año, con un ojo en lo que pasó y otro en lo que viene. Apostar y sostener.
Cualquiera puede ser cínico, el desafío es ser optimista. La frase no es mía, pero ya me voy a acordar de dónde la saqué. El asunto es que, además de una herejía y una expresión de deseo, ser optimista pareciera una mezcla de idiotez e ingenuidad.
Ser optimista, cuando nos acorrala el pesimismo apocalíptico, es creer que siempre se puede construir sabiendo que es más fácil destruir. Esto me lo repito también en esas semanas de fatalismo en las que me cuesta levantarme.
Ser optimista es tener hijos aun cuando el mundo nos da miedo y nos horroriza, cuando sabemos que la vida en pareja y la familia son un gran desafío en construcción; y cuando la incertidumbre aparece al abrir los ojos cada mañana.
Ser optimista, cuando resulta más fácil ser pesimista, es convencerme de que vale la pena seguir intentando (lo que sea) para poder transmitirle a mis dos hijos que no es cierto que las cosas solo pueden empeorar y que sí, que creo que el esfuerzo vale la pena aunque por momentos nos agote.
Ser optimista es poner en perspectiva el año que se va sin engañarme —sé muy bien que hay cosas que no me gustan o no les encuentro la vuelta— y, al menos por un rato, enfocarme en lo que sí funciona (o funcionó), en todo aquello que merece nombrarse porque esa también es una manera de agradecer; y de tener esperanza.
Veo optimismo, por ejemplo, en un emprendimiento comunitario cerca de casa que fue víctima de los incendios el último verano en Grecia: pese a que perdieron una de las construcciones principales, el lugar sigue en plena actividad —funciona una guardería infantil y tienen diversas actividades para niños los fines de semana—. Ah, y el próximo verano promete estar lleno de flores y conciertos.
Me resulta dificilísimo ser optimista, por ejemplo, cuando pienso en la gente que quiero y sé que la está pasando muy mal en la Argentina (y con miedo de que lo peor aún no le ha ocurrido).
Es doloroso ver la tierra donde nací convertida en un hervidero permanente, con la amenaza latente de estar siempre al borde del colapso, ahora encomendado a “las fuerzas del cielo”, mientras la pobreza alcanza a casi el 45% de la población (y más de la mitad de los niños son pobres).
Sin viajar, acá nomás, en los alrededores de mi casa, también me parece inocente y egoísta ser optimista cuando veo migrantes deambular por Atenas o en las afueras, y sé que son parte de un drama mucho más grande e incesante que se repite en diferentes partes de Europa.
Cuando veo a los migrantes en grupos en una plaza, intuyo que son algunos de los 15.000 refugiados que no comen bien, me pregunto si alguno de ellos logró escapar de la escandalosa e impune caza de migrantes o si se salvó de morir ahogado en un naufragio.
Mucho peor me va con el optimismo —y la energía vital— al leer las noticias: guerras, ataques terroristas, femicidios, pérdida de derechos, desigualdad de género, asesinatos, catástrofes naturales y hambrunas.
Hay una tendencia a creer que el mundo está cada vez peor a nivel moral, pero también hay investigaciones de universidades e instituciones prestigiosas que muestran lo errado de esta percepción, ya que “es un sesgo cognitivo que está alterando la visión que las personas tienen del mundo”.
Me pregunto cuán posible es determinar si el mundo va mejor o peor y si al tomar una postura eso nos sirve como una excusa para otra cosa.
No voy a entrar en el debate sobre si el mundo va mejor, si se está cayendo a pedazos o si en realidad va peor. Aun así, para ver dónde se asientan nuestras ideas, es posible chequear si nuestra percepción coincide con los datos.
En Gapminder, que lucha contra conceptos erróneos globales, podemos responder preguntas sobre trabajo doméstico, calentamiento global, plástico en los océanos, satisfacción de vida, pobreza extrema, etcétera.
La enorme mayoría de los que participan equivocan sus respuestas a preguntas como estas:
En 1980, aproximadamente el 40% de la población mundial vivía en la pobreza extrema, con menos de 2 dólares al día. ¿Cuál es el porcentaje hoy?
A) 10%
B) 30%
C) 50%
El 92% de las respuestas fue errada. Prueben y me dicen. Funciona como un antídoto ante la angustia y la ignorancia.
Micro realidad
Teniendo en cuenta todo lo anterior, por un rato, hago el ejercicio de mirar una realidad acotadísima, que es la personal, para ver si estoy mejor o peor de lo que pienso. ¿Habrá una respuesta taxativa? ¿Se podrá ser mundialmente pesimista pero optimista individualmente?
El primer año de vida de León (segundo hijo) elevó los desafíos de la familia, cuyo equilibrio siempre es frágil. Y una de las primeras cosas que me vienen a la mente es que, al contrario de otros años, no llegué roto a diciembre, que fue un mes que disfruté mucho más que otras veces.
Tengo la sensación de que fue un buen año, pero no me olvido de que en el medio fue desafiante (¿cuándo no lo será?) y agotador —Irene, mi pareja, la pasó bastante mal de salud, y es algo de lo que hablé poco.
Entonces, ¿qué funcionó para terminar mejor que otras veces? No lo sé. Pero algunas cosas ayudaron.
La mañana de un sábado ventoso a inicios de diciembre, con Irene nos sentamos en unas rocas a orillas del mar. Es un lugar hermoso al que no podemos ir con los pibes, que ese día los dejamos con amigos —que progresivamente van convirtiéndose, de algún modo, en la familia que no tenemos en Grecia.
Fue muy importante esa charla. Con Irene hicimos lo que es complicado para casi cualquier pareja con hijos chicos: conversar sin interrupciones permanentes. En una suerte de balance y reseteo, hablamos mucho: miedos, frustraciones, enojos, pendientes, desafíos, sueños.
Fue también un poco un desahogo y una manera de darnos cuenta de que había —hay y habrá— desencuentros producto de malentendidos, algo lógico después de once años en una pareja que ahora está absorbida por el trabajo, los cuidados domésticos —con hijos de 1 y 4 años— y el desarrollo de una vida en un país ajeno pero que ambos elegimos para vivir desde hace más de tres años.
Miramos lo macro y casi que solo había motivos para celebrar: nuestra familia y los afectos más cercanos están todos bien o muy bien, más allá de las batallas propias de vivir.
En lo micro, diciembre fue uno de esos meses en los que sentí que ciertas cosas avanzaron, y las que no, pesaron menos.
Pude alegrarme por pequeñas victorias domésticas. Unos estantes colocados acá y allá, un mueble restaurado (algún día contaré sobre cómo hacer carpintería me llena de satisfacción), el arbolito de navidad armado, un poco de orden en el garaje y entre la ropa que ya no usamos, y otro poco de armonía acá y allá.
También compramos un colchón por primera vez en una década. Ya que es probable que sigamos durmiendo entrecortado y no muy bien, al menos podemos aspirar a un poco de confort (¿por qué estas elecciones me parecen superficiales y tienen algo de culposo?).
Supongo que la satisfacción en general tiene que ver con un poco menos de procrastinación y devaneo mental y una dosis mayor de manos en la masa. Lo concreto, el hacer, se siente bien. A su vez, eso implicó menos tiempo en mi teléfono (lo dicen las estadísticas).
Tengo planes poco ambiciosos que son una garantía de bienestar. A corto plazo, me gustaría mucho leer Querido Gino. Cartas para amar el fútbol, de una madre a un hijo, el libro de Ayelén Pujol que recién se publicó. También Esto lo puedo estar inventando, de Diego Geddes, y Higiene sexual del soltero, de Enzo Maqueira.
Los tres libros los tengo en sus versiones digitales. Hace rato que elijo ese soporte, acorde a esta vida nómade que empezó a fines de 2016, cuando dejamos Buenos Aires con rumbo indeterminado. Reparo también en que son tres autores argentinos, lo que me recuerda una vez más que ya no vivo allá.
Por el azar de la mente, recuerdo también que tengo dos proyectos que representan un gran pendiente desde hace rato. Ambos son libros: uno sobre Juanca, un amigo inolvidable; y otro sobre la aventura del paternado nómade con intercambio de los roles de género preestablecidos.
Como conté en su momento, Recalculando nació como consecuencia de un texto largo que empecé a escribir sobre qué me pasó cuando dejé de trabajar para dedicarme a cuidar a Lorenzo —cuando tenía siete meses— y a ocuparme de las tareas domésticas.
Escribiendo entendí que estaba en crisis, principalmente atravesado por la pregunta de qué clase de hombre soy si no estoy laburando —si no soy proveedor—. Nunca me lo había preguntado porque no había tenido la necesidad.
Ese texto se convirtió en un borrador de un libro de más de 200 páginas. Lo empecé a escribir en junio de 2020 y lo abandoné allá por marzo de 2021. En estos casi tres años, varios autores de renombre se convirtieron en padres y publicaron sus libros. No los leí pero tengo Umbilical, de Andrés Neuman; y Literatura Infantil, de Alejandro Zambra.
La frustración es doble: no sólo tengo colgado un proyecto sino que otros ya lo concretaron antes y voy a llegar tarde (una vez más). En el fondo sé que esto no sólo no es cierto (es absurdo, necesitamos más hombres hablando sobre ser padres) sino que tampoco es importante. Igual lo pienso, y sigo procrastinando. Me provoca ansiedad y angustia. Pero se me pasa.
Ah, a todo esto, ya sé de dónde viene la frase de que cualquiera puede ser cínico y que el desafío es ser optimista. Lo descubrí googleando: la usé hace diez años en un texto que escribí para una columna semanal.
No recordaba el contenido y me gustó la vigencia del texto, donde un amigo, de cara al Año Nuevo, pedía oír más seguido: “Perdón, me equivoqué”, “¿Traés un vino? Voy prendiendo el fuego”, “Te quiero”, “¿Necesitás algo?”, “¿Te puedo ayudar?”.
Al final, antes como ahora, ser optimista no es dejar de hacerte preguntas ni dejar de ser crítico, ni de luchar por lo que creemos.
Ser optimista, a riesgo de una dosis indeterminada de ingenuidad, es también una manera de luchar contra el pesimismo. Es una apuesta amorosa a seguir intentando en la contradicción, en el error y cuando parece que ya no tiene sentido. Es respirar profundo y volver a empezar.
Sí, ser optimista es una decisión que hay que sostener.
…
Hasta acá llegamos este año. Espero que cierren el 2023 de la mejor manera y que el 2024 sea mucho mejor de lo que esperan.
Nos vemos en dos semanas, cuando enero ya tendrá 10 días (y Lorenzo habrá vuelto al jardín, tras las vacaciones de fin de año en el invierno griego).
Mientras, pueden ver el archivo sobre lo que escribí este año que se va.
Muchas gracias también a los que hacen circular la newsletter y bienvenidos a los que siguen llegando.
Nos escribimos, como siempre.
Un abrazo,
Nacho
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Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉