No te rindas en un mal día
Hijo mayor debe esperar para abandonar el fútbol. “Cuando algo se siente duro, cerebro y cuerpo se resisten porque quieren comodidad".
Hace tres semanas Lorenzo, hijo mayor de casi cinco años, me agarró por sorpresa cuando me dijo que no quería jugar más al fútbol. Lo que más me importa no es el fútbol en sí mismo sino qué hay detrás de ese intempestivo cambio en su deseo.
Más o menos desde los seis años jugué al fútbol con mucha frecuencia y ganas hasta los 37 años, cuando me lesioné el pie derecho, hace cuatro años. Sin embargo, nunca estimulé a Lorenzo para que jugara al fútbol (al menos, no lo hice conscientemente). Quiero decir: no soy un fanático que proyecta en su hijo sin darse cuenta.
Veo el deporte como un momento lúdico, de descarga física y de aprendizajes para Lorenzo (a esta edad). No tengo pretensiones sobre su desempeño. Incluso, hace unas semanas una madre me dijo que tal vez estaría bueno que hicieran ejercicios técnicos y le dije que no estaba de acuerdo, que son chicos y que tienen que divertirse y jugar, que están aprendiendo y desarrollándose.
Lo delicado es encontrar un equilibrio entre la parte lúdica —y que Lorenzo no sienta presión y se divierta—, y no escuchar todos sus caprichos y caer en el sí fácil ante cualquier cosa que parezca amenazar su bienestar como si fuera de cristal. Pero es difícil entender dónde es que hay capricho —o una dificultad que merece ser enfrentada— y dónde es que hay un pedido ante una necesidad real.
Tierra de Diego y Lionel
Fue tras haber ido a Argentina en abril pasado que Lorenzo se fanatizó con el fútbol. Una consecuencia esperable por haber estado en Buenos Aires en plena fiebre post Mundial, jugando a la pelota con sus primos durante horas, además de haber recibido como regalo camisetas de Boca, River y la selección argentina.
Al volver a Grecia, durante semanas Lorenzo me pidió jugar al fútbol. Le dije que ninguno de sus amigos jugaba, porque hasta entonces solo quería actividades donde hubiera algún amigo. “No me importa”, zanjó, como suele hacer cuando de verdad quiere algo.
Empezó en septiembre. Durante más de tres meses fue con entusiasmo a cada entrenamiento. Lo vi mejorar, divertirse, frustrarse y aprender.
Su progreso no fue solo con la pelota y cierta coordinación física —su fuerte es la defensa, herencia familiar pura— sino que absorbió lo que más me interesaba: entró en la dinámica grupal y de equipo donde lentamente empieza a cumplir funciones —atajar, defender, atacar— y reglas que son iguales para todos (la pelota con los pies, no con las manos).
También fue un gran impulso para hablar griego: de pronto, su cuarto idioma casi está a la altura de los otros tres idiomas que maneja con naturalidad (el español conmigo, el italiano con Irene, la madre, y el inglés desde que empezó el jardín de infantes hace tres años).
Como suele ocurrir con las cosas que parecen funcionar a velocidad crucero, algo pasó y ahora Lorenzo sí quiere ir al jardín de infantes (hace poco no quería saber nada) pero está en conflicto con el fútbol. ¿Por qué quiere dejar? Si deja, ¿se creará un mecanismo y abandonará otros desafíos o actividades ante el menor contratiempo o ante una laguna de entusiasmo?
Por qué no quiero que abandone
Quiero que Lorenzo tenga tesón y no abandone algo cuando se aburre o pierde el atractivo inicial. Claro que si llueve, hay viento y hace frío, no es lo más tentador ir a entrenar. Pero lo más tentador muchas veces no es lo más conveniente.
¿Cómo se hace para que un pibe lleno de privilegios y facilidades aprenda que para lograr cosas por uno mismo son fundamentales la constancia, la perseverancia, la tenacidad, la paciencia, la frustración, la persistencia y la insistencia? ¿Cómo hicieron mis viejos para que sus siete hijos lo hayamos entendido así?
Fui hurgando en el asunto, en un intento por descifrar por qué me importa que deje y, sobre todo, por entender qué le pasa a Lorenzo para ver cómo acompañarlo.
En las distintas conversaciones me decía que le encanta el fútbol (“Es mi favorito”) y que le gustan sus compañeros de equipo (a algunos quiere verlos los días que no tiene fútbol). De hecho, quiere jugar al fútbol todos los días en casa o en una plaza. Pero un momento me dijo que no quería entrenar, que solo quería jugar los partidos.
Un respiro
Por una combinación de factores, faltó a los dos entrenamientos hace dos semanas y tampoco tuvieron partido el fin de semana. Había estado resfriado, con dolor de garganta y tos, hacía un clima horrible y, como padres, sentimos la amenaza que acecha cada vez que hay una tanda de virus volteando pibes a nuestro alrededor. Vimos que Lorenzo estaba cansado, así que pasó los días en casa.
En esa semana, Irene me comentó sobre un post en Instagram que citaba a la medallista de oro olímpica Nastia Liukin: “Nunca te rindas en un mal día”, dice la brillante ex gimnasta.
Es un recordatorio de que no conviene tomar decisiones en caliente y/o basadas en un momento difícil. Mejor una pausa, un pasito atrás, recalcular y, más centrados, decidir.
“Al adoptar esta mentalidad, podemos ayudar a normalizar la lucha y honrar la elección de nuestro hijo si quiere probar algo más”, dice el post, que claramente generó una larga lista de comentarios y polémicas que no vienen al caso.
La idea es escucharlo y decirle que sí, está bien si quiere dejar pero que no será hoy: “Todos tenemos días malos en los que queremos dejar. Cuando algo se siente duro, nuestro cerebro y nuestro cuerpo se resisten porque quieren comodidad".
La propuesta es que el niño puede decidir dejar pero debe hacerlo en un buen día. De esa manera se “normaliza la lucha, lo que genera resiliencia”.
Intuí que Lorenzo quería rendirse ante la menor dificultad o señal de fracaso. ¿Cuál sería el fracaso si en todos los entrenamientos lo felicitaban y yo veía que, además de divertirse, progresaba?
Claro, eso era desde la perspectiva de los adultos, considerando el contexto, donde él, a sus cuatro años, es de los más chicos en un grupo donde la mayoría tiene cinco o seis años, además de que van por su segunda o tercera temporada.
Probemos
El martes de la semana pasada le dije que íbamos a ir para contarle a Angelos y Daniela, sus entrenadores, que no quería ir más.
Antes hablé con Angelos, que me dijo que no había visto nada en particular y que algo similar había pasado con otros chicos, que solo querían hacer la parte final (juegan un partido) pero no hacer el resto del entrenamiento (30-40 minutos de juegos con y sin pelota, totalmente recreativo).
Me dijo que era importante intentar que los chicos entendieran que para aprender y mejorar es necesario practicar, y que de esa manera luego se divierten más.
Así que fuimos. Estuvo entusiasmado todo el entrenamiento, con la misma energía de siempre, yendo de un lado para el otro y sonriendo con sus compañeros. Cuando terminó el entrenamiento, me pidió quedarse un rato más. Cuando finalmente nos íbamos a casa, le pregunté si quería que pasáramos por la secretaría para avisar que no iba a ir más.
Hizo silencio: “Sí, no quiero venir más a fútbol… ¡nah! ¡¿Qué estoy diciendo?! Sí que quiero venir”, se rió.
A mí nunca me insistieron para que hiciera ningún deporte. Fue algo que partió de mí, supongo que por el entorno en el colegio. A medida que fui creciendo, ocurrió lo contrario, de hecho, mis viejos fueron a verme en un solo partido de fútbol en toda mi vida, en los primeros años de la adolescencia. Y nunca más (tampoco les sobraba tiempo con siete hijos).
Incluso, cuando a los 15 años me fui a probar a un club, me acompañó el papá de mi primera novia, que era muy futbolero, porque a mis viejos no les importaba (en realidad, no les gustaba el fútbol ni nada que pudiera ser una distracción frente a un futuro con una carrera universitaria).
Entré en Platense, entrené un mes pero luego no fui más. Quedaba muy lejos y no tenía apoyo. Mis viejos más bien me cuestionaban y no me ofrecían plata para los dos colectivos que tenía que tomar para llegar hasta el predio de Platense (me desfinanciaron, digamos, y mi hambre de fútbol no era tan grande —ni mi talento, claro—).
Es muy distinto este caso, donde acompaño a Lorenzo a todos los entrenamientos porque él pidió jugar al fútbol (y haría lo mismo con cualquier otro deporte). O sea, una obviedad: hago lo que me hubiera gustado que mi padre hiciera.
De hecho, el viernes pasado —también entrenó con ganas— al terminar nos quedamos jugando una hora más. Me estaba congelando, así que decreté el final y nos fuimos.
En el regreso a casa entendí algo más, que tiene que ver con todo lo anterior: con algo de enojo comentó que no puede hacer goles, y eso lo angustia. Le dije que los únicos que habían hecho goles en el entrenamiento habían sido dos que tienen 6 años y que llevan más de una temporada entrenando.
Las explicaciones a veces parecen caer en saco roto. Pero ya aprendí que no es así, que necesita tiempo para asimilarlas. Me dijo que quería jugar el partido del domingo y que después no quería ir más. Dije que ok, vemos, y para adentro deseé que el domingo hiciera un gol, y que ahí sí dejara si eso quería.
El domingo a la mañana fue con ganas. El promedio de edad del rival era de 8 años. “Pero no saben jugar bien”, relativizó el entrenador rival. La diferencia física era tremenda. Perdieron por un montón a 1.
El único gol lo hizo Nikos, que tiene casi 6 años y que entrena con los de ocho y nueve porque juega muy bien, pero que tampoco pudo hacer mucho, más que patear bien un penal que no hubiera resistido el VAR pero que bien justificado estuvo para que el partido no fuera una masacre insoportable. Al menos, los pibes festejaron un gol.
Lo que a mí me parecía un poco desalentador, a Lorenzo parece que le vino bien para ver que los dos que siempre hacen muchos goles en los entrenamientos no solo no hicieron siquiera un gol en el partido sino que no pudieron ni patear una vez al arco.
Tras el partido se quedó un rato más. Quería patearme penales y hacer un gol. Con su cometido en el bolsillo, nos fuimos a casa. Antes paré a comprar carbón para hacer asado. En ese interín, Lorenzo me pidió botines: quiere seguir entrenando y jugando, dijo, pero no con zapatillas.
No entiendo del todo qué le está pasando, más allá de mis sospechas y teorías. Sería más fácil darle el gusto y que deje de ir.
Sé también que su regulación emocional —la tolerancia a la frustración, la perseverancia— se está desarrollando. No quiero exigirle demasiado, pero tampoco que abandone porque sí, sobre todo porque en los entrenamientos y partidos —durante y después—, está contento, y ahí mismo dice que sí quiere jugar.
Así que seguiremos así, intentando que no se instale esa dinámica capitalista de usar y tirar. Porque esos hábitos después se reflejan en otros ámbitos de la vida.
…
Gracias por llegar hasta acá.
Sigan escribiendo (leo todo), que en algún momento me voy a poner al día.
Muchas gracias también a los que hacen circular la newsletter y bienvenidos a los que siguen llegando.
Nos vemos en dos semanas, justo antes de que termine el año.
Mientras, te leo y nos escribimos.
Un abrazo,
Nacho
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Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉
No me acordaba de Platense!!! A mi tmb me fueron a ver una sola vez a una regata en la pista de remo del tigre; no me vieron porque llegaron tarde, se perdieron para llegar 😂😂😂. Creo que tmb hay un cambio en las generaciones de chicos de ahora con respecto al tesón, a descartar actividades xq les cuesta esfuerzo. No se por que, no tengo pruebas (tampoco dudas 😂). Me gustó tu forma de tratar lo que te plantea Lorenzo 😃😃😃