Días fragmentados
Viajo con mi familia a Argentina, donde no volvíamos todos juntos desde antes de la pandemia. ¿Qué pasó? Algunos apuntes.
Estoy en Buenos Aires con mi hijo más grande, Lorenzo, que hace poco cumplió cuatro años. A muchos les sorprende que casi siempre él me llama por mi nombre: dice “Nacho” en vez de “papá”, que también lo dice pero mucho menos. Lo mismo ocurre con su madre, que mayormente la llama “Irene” en lugar de “mamá”. ¿A alguien más le sucede esto? ¿Alguna teoría al respecto? Soy todo oídos.
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La escritura de esta newsletter será fragmentada, como buena parte de las conversaciones y pensamientos en los días en los que la paternidad es mi tarea principal.
En este momento, mientras afuera está lloviendo, recurrí al chupete electrónico por primera vez en los últimos diez días: Lorenzo está viendo el Rey León 1 y yo estoy escribiendo. No encontré otro modo de hacerlo.
Sobre esto también van las ideas de hoy: lo fragmentado.
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Como conté al inicio de esta newsletter, la mayor parte de los primeros dos años de Lorenzo dejé de trabajar para estar con él. Mi pareja estaba en un trabajo a tiempo completo —con una carga horaria muy alta— y decidimos organizarnos de esta manera.
Para mí se sucedieron una serie de descubrimientos y movimientos internos que aún hoy sigo tratando de entender. Desde empezar a preguntarme quién soy como varón si no trabajo (que fue lo había hecho sin pausa por más de dos décadas desde los 17 años) hasta por qué puede resultar aburrido estar con un niño.
Sobre esa experiencia inicial escribí un texto muy largo que nunca publiqué pero que lo leyeron algunos amigos, en su mayoría periodistas y editores. Entre muchas cosas interesantes y comentarios positivos para mejorar el texto, hubo una observación que hoy vuelvo a recordar: un escritor —que además de ser un amigo, lo respeto mucho profesionalmente— me dijo que el texto estaba muy fragmentado (como esta newsletter).
Mi escritura fragmentada no había sido una decisión premeditada pero me di cuenta de que efectivamente lo era y me pareció que él podía tener razón. Entonces, le pregunté a una amiga escritora —que tiene publicadas varias novelas— qué pensaba.
Ella me respondió: “Nacho, el texto tiene algunos problemas pero ese precisamente no es uno de ellos, al contrario. Es el texto de un padre que está con su hijo. Como hicimos siempre las mujeres, está escrito como también vivimos nosotras: como podemos, muchas veces de manera fragmentada. Si observás otras escritoras, vas a ver que sucede lo mismo: por momentos sus obras son fragmentadas. ¿Tu amigo tiene hijos? Intuyo que no”.
La suposición de ella era acertada: mi amigo no tuvo hijos (y es probable que no los vaya a tener). Pero lo más curioso es que yo ni siquiera me había dado cuenta de que sí, que efectivamente había escrito de a ratos, tomando notas en el teléfono durante las siestas de Lorenzo o cuando me despertaba por las noches para cambiar un pañal o pasearlo para que se durmiera (también grababa audios). Todos esos apuntes —escritos y orales— fueron la fuente principal del texto.
No solo el tiempo de escritura estaba (y lo está hoy) fragmentado sino también mi atención y mi capacidad de pensar y elaborar: en mi caso, no existe en estos periodos la posibilidad de tener horas para reflexionar. Mi cabeza funciona un poco como Twitter, pocas líneas y la esperanza de que alguna idea funcione como una botella en el mar, para que signifique algo más cuando llegue al lector.
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Haber venido a la Argentina tiene una enorme cantidad de situaciones y anécdotas positivas y hermosas: ¿Qué hay más lindo que ver a Lorenzo repitiendo carcajadas y divertirse con sus tíos, primos y amigos? La vida compartida en familia y con amigos es un agujero cuando uno vive en otro país, al menos en el período inicial de esa elección.
“Quiero vivir para siempre en la Argentina”, dice Lorenzo, que a cada rato dice que en realidad se llama Messi. “¿Podemos vivir acá para siempre y volver de visita a Grecia?”, es otra variante del mismo deseo de Lorenzo. Mis respuestas son vagas e inciertas, que es lo que puedo ofrecer por ahora.
Al menos una parte de la motivación para que Lorenzo quiera quedarse en la tierra donde nació su padre es bastante obvia: además de estar rodeado de una amplia red de afectos, tampoco está yendo al jardín y ese tiempo lo pasa mayormente conmigo (y no tanto con la red de afectos que tenemos en Buenos Aires porque ellos sí están trabajando y los otros niños sí están yendo al jardín o la escuela).
Esa es la contracara de mis días acá, porque mi pareja y nuestro segundo hijo aún no están aquí. Así que pasamos los primeros diez días juntos con Lorenzo en Buenos Aires, lo que implica que casi no estoy pudiendo trabajar ni hacer otra cosa que ser padre: no se malinterprete, esto no es una queja, es una descripción de una situación que también es mi deseo y mi obligación.
Lo cierto es que este movimiento familiar —viajar, dejar la rutina— vuelve a poner en primer plano algo que creo que es fundamental: la falta de redes de apoyo a nuestro alrededor más allá de una guardería, un jardín de infantes o eventualmente una niñera.
¿Por qué es tan frágil el equilibrio familiar? ¿Ayuda el sistema en el que vivimos, donde estar en el mercado laboral remunerado es una de las mayores prioridades y, de alguna manera, en donde encontramos legitimación?
Es decir, todos necesitamos o buscamos trabajar aunque lo necesitemos más o menos. ¿Por qué? En parte, porque es lo que nos hace reconocibles y nos valida socialmente: “Yo soy periodista/plomero/contador/piletero/arquitecto y trabajo acá o allá”.
La familia nuclear, que es el modelo imperante en el mundo occidental, es un invento muy nuevo, que en buena parte tiene que ver con el capitalismo y el desarrollo de las sociedades industrializadas.
La mayor parte de nuestra vida como seres humanos históricamente fue en comunidades. Cuando la gente empezó a trabajar y a moverse más hacia los centros urbanos, las familias nucleares tomaron más fuerza. ¿Hace falta decir que de esta manera se hace más difícil llevar la vida familiar con niños?
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“La urbanización centrada en los intereses privados y el aislamiento social, construido desde la perspectiva financiera, hace que los niños y las niñas vivan encarcelados en familias mononucleares y no puedan gozar de otras formas de apoyo social”, señala el terapeuta familiar Jorge Barudy (Villa Alemana, Chile, 1949), que además es neuropsiquiatra y psiquiatra infantil.
“Cuando el barrio existía, los niños estaban en la calle y se ayudaban y socializaban entre ellos. Hasta las familias podían compensarse la incompetencia y los déficits las unas a las otras. Al barrio lo ha hecho desaparecer el modelo organizado del mercado, y lo mismo ha pasado con la familia extensa. Por suerte, aún existe en algunos países del sur de Europa; en España, por ejemplo”, explica Barudy en una entrevista con Pikara Magazine.
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¿Qué lugar ocupa ser madres/padres? Por lo pronto, hace unos días estuve en una actividad deportiva grupal mixta donde el promedio de edad rondaba los 40 años. La consigna inicial fue presentarse brevemente: “Cuenten quiénes son y qué hacen”.
De los trece participantes, todos contaron cómo llegaron al deporte y la mayoría destacó su profesión, pero ninguno mencionó tener hijos. ¿Por qué habrá sido? Y sí, los tenían.
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Bueno, luego de la primera parte, ahora está terminando El Rey León 2. Demasiada televisión por hoy. Además, ya no llueve —y tenemos toda la tarde por delante— y no me queda mucha capacidad de concentración, pero sí espero que alguna de las líneas anteriores te hayan generado algo.
Así que hasta acá llegó esta newsletter fragmentada.
Muchas gracias a todos por acompañarme y, como siempre, por leer, comentar, mandarme mails y compartir con otros esta newsletter.
Nos vemos en dos semanas, como siempre.
Espero que estén bien.
Un abrazo,
Nacho
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Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉