Lo más importante
Fin de semana antirromántico. Robo. Asado feliz. Drama. Muerte trágica. El amor después del amor. Magia. Ojalá mis hijos digan lo que dijo Fito de su padre.
El sábado pasado lo habíamos planeado bien: una vez que los dos hijos se durmieron los dejé con la niñera y fui a Atenas a encontrarme con Irene, que estaba allá por una conferencia de periodismo. ¿Qué podría salir mal? Todo lo que no estaba en los planes.
La aventura se empezó a torcer rápido. A mitad de camino, superé a un auto de policía y tuve una mala sensación que comprobé dos cuadras más adelante cuando el patrullero me siguió e hizo sonar la sirena para que me detuviera.
El oficial se me acercó y me pidió la documentación. Me dijo que iba a más de 80 kilómetros por hora. Le dije que no me había dado cuenta de haber superado el límite, porque de hecho me venían pasando muchos autos, a los que evidentemente el patrullero eligió no parar.
“¿Qué hacemos ahora?”, dijo entonces, y para sorpresa de nadie, se quedó mirándome como esperando una respuesta. Y siguió: “¿Llevás algo ilegal? ¿Puedo revisar atrás?”. Se encontró con juguetes de los chicos y restos de comida en el piso. Creo que eso jugó a mi favor y finalmente me dejó ir.
Conmigo se quedó una sensación fea, en segundo plano, pero que sería acumulativa. En Atenas, con Irene fuimos a un bar: mucho humo aunque fuera un lugar cerrado —la gente fuma como pasaba hace más de 30 años en Buenos Aires, por ejemplo— y la música altísima. Nos fuimos.
Casi en la esquina de una avenida, estacioné. Me bajé para preguntarle a un tipo si podía dejar el auto ahí y me dijo que sí, aunque me explicó que al día siguiente había una maratón y que me fuera temprano. A la distancia cerré el auto y caminamos cinco cuadras para comprar falafel. Cuando fuimos a pagar, me di cuenta que me había olvidado el celular en el auto.
Aunque a mí me pareció exagerado, Irene tuvo un mal presagio: “Vamos rápido”. A unos metros del auto vi que habían roto la ventanilla. Me afanaron el teléfono. Me dio una bronca que iba mucho más allá de lo material.
Desde el teléfono de Irene pudimos localizar mi teléfono: estaba a 700 metros. Fuimos a la policía, que estaba a dos cuadras, y se lo mostramos. Nos dijo de ir hasta el lugar donde estaba mi teléfono robado, individuar al ladrón y llamar desde allí a la policía.
A todo esto ya eran casi las dos de la mañana. Cuando llegamos, el ambiente hacía honor a la mala reputación que tiene el barrio de Omonia. Como en prácticamente cualquier gran ciudad, pasa de todo y hay que andar atento (y no dormirse ni un minuto, como hice con mi teléfono).
Enseguida nos ofrecieron marihuana, cocaína, etcétera. Ante mi mala onda y mi respuesta negativa, un albanés me dijo: “¿Y qué querés entonces, amigo?”. Que me devuelvan mi teléfono, le dije.
Me preguntó cómo era la persona que me lo había robado. Le expliqué que no estaba en el auto cuando había pasado. Me dijo que no llamara a la policía, que él iba a buscarlo. Entró en un tugurio y al salir dijo que ahí no había nada, que cómo sabía que estaba ahí. Le mostramos el localizador en el teléfono de Irene. En eso notamos que la dirección exacta era unos metros más adelante y fuimos.
El albanés nos siguió y le dijo a alguien que teníamos la localización. No sé qué más dijo porque habló albanés u otro idioma. Lo que sí sé es que empezó una discusión a los gritos con otra gente que estaba en esa esquina, que era un local de comida rápida. Me pareció que eran paquistaníes pero no tuve mucho tiempo para corroborar.
De repente la vereda se llenó de gente, hubo corridas y alguno revoleó una silla. Se armó un pelea general en menos de un minuto. Como todo el mundo alrededor, corrimos. Otra vez llamamos a la policía, pero nunca apareció.
Me quedé con mucha bronca: tenía muchas fotos y videos del viaje a Buenos Aires que no puedo recuperar. También documentos que no tenía respaldados. Por primera vez en mi vida me robaron un celular. Nunca perdí ni se me rompió uno, hasta ahora. Pensé en mi distracción, en por qué me dio tanta bronca y tanta impotencia.
“¿Qué carajo hacíamos metidos en esa pelea mientras los chicos duermen?”, dijo Irene. Y nos fuimos a casa para terminar de hacer las denuncias necesarias, para proteger mi información.
…
El domingo decidí instalar en casa una barra para comer donde está la parrilla. Hace cuatro años que lo venía postergando. Al atardecer vino un amigo, la estrenamos, hicimos asado y escuchamos música. Nos reímos, la pasamos muy bien.
De repente, hubo un ruido extraño. Un helicóptero volando muy cerca del mar, con los reflectores en el agua. Primero pensamos en los incendios, pero era otra cosa. De hecho, había un camión de bomberos. Estaban buscando algo o alguien.
El lunes a la mañana dejé a los chicos en el jardín de infantes y fui a cambiar el vidrio del auto. Me dieron turno para dos días después. Después fui y me compré un teléfono nuevo. Al rato, leí en las noticias que en la playa que está frente a casa habían encontrado el cuerpo de un hombre de 36 años que había salido a nadar el domingo por la tarde.
…
Hoy es miércoles. El fin de semana pasado ya queda un poco más lejos. Y me vienen flashes, preguntas.
La angustia en el pecho al ver el vidrio roto, la violencia ante el arrebato de lo propio, el sentime un idiota por olvidarme un teléfono 15 minutos.
La pelea en Omonia de la que escapamos a tiempo pero a la que no deberíamos haber estado expuestos, ¿por qué la policía nos pidió que hagamos eso?
¿Qué atrajo a aquel otro policía a perseguirme y frenarme entre otros veinte autos que iban a mil?
¿Cómo se dieron las coincidencias —el cansancio, la distracción, esa esquina— para que en este momento de transiciones estalle el vidrio y me roben lo que nunca me habían robado, justo cuando vuelvo a tener tiempo para mí porque los chicos empezaron el jardín de infantes?
La alegría del asado compartido el domingo, con mis hijos contentos de participar. Y Con Irene aliviada al ver que mi angustia por el robo ya no estaba.
El escozor y el calibrar de la perspectiva cotidiana que genera la cercanía de la muerte: un tipo murió a los 36 años nadando frente a mi casa, en el mismo lugar en el que habitualmente nado desde hace cuatro años.
¿Qué es lo grave, qué es lo importante? ¿Dónde vale la pena poner la energía?
Un rayo de sol
Antes del fin de semana agitado, llegué a una entrevista a Fito Paéz que me gustó (pueden verla acá o escucharla en Spotify). Esto iba a ser el inicio pero ahora será el final de esta newsletter. En la charla, le preguntan al músico sobre los recuerdos de su infancia que guarda con más cariño:
“Claramente son los momentos que atesoro junto a mi padre, mientras él revisaba los expedientes de la Municipalidad. Los fines de semana, que era el tiempo que yo tenía para compartir con él, era la escucha de música. (...) El efecto que van causando en la memoria esas músicas hasta el día de hoy, como la magdalena de Proust, aparece el sonido de la trompeta de Herb Alpert con la Tijuana y yo me voy directamente a la escena con mi papá en el living de Rosario. Eso es lo que más atesoro. La música como canal de conexión con mi padre (...) ¿Qué hay más importante que tu papá?”.
También le preguntaron sobre cómo lo afectó la paternidad. Fito dijo:
“Los hijos te dan una capa nueva, se redimensiona lo que uno tenía como idea del amor. (...) Una cosa es enamorarse y es hermoso. Y otra cosa es el amor. El amor es un sentimiento que los hijos te ayudan… En caso de que hayas estado un poco boleado como yo, te ayudan a llegar más rápido al sentido del amor, al sentido que conlleva, la piedad que conlleva el abrazo infinito hacia algo o alguien que sabés incondicional, incluso hasta en el desencuentro con esa persona. Un desencuentro de un padre con un hijo o una hija, incluso conlleva amor. Hay algo que te duele de ese desencuentro de una manera como no te duele nada más en el mundo. A eso voy. Creo que ser padre me dio otra dimensión de la existencia. ¿Ya la tenía? Sí, un poco la tenía. Pero una cosa es la teoría o lo que uno percibía como hijo ante la pérdida de una madre como tuve yo a tan temprana edad, que no fue tampoco ningún moco de pavo, o ante un asesinato, como tuve en mi familia. Ya sabés el sinsentido, la muerte, el absurdo… todo eso ya lo conocés. Pero cuando llegan los hijos, te vuelve a cambiar el eje. Entonces, son centrales. No podría pensar mi vida sin ellos. Claramente. Son la luz de mi vida”.
…
Coincido con Fito, los hijos te cambian el eje. Lorenzo, de cinco años y medio, le dijo ayer a Irene: “¿Por qué hay ladrones? ¿Por qué la policía no ayudó a recuperar el teléfono? La cosa más importante son las fotos. ¿El video del Oso Ari no lo tenemos más?”, preguntó angustiado.
De pronto, se acordó de un amigo mago que hace un mes en Buenos Aires lo hizo reír a carcajadas al meterse en la boca un pedacito muy chiquito de papel y, después de soplar, sacar por la boca una tira de papel infinita.
Al rato, una de mis cuñadas nos mandó el video del Oso Ari. Lorenzo se puso súper contento. Nosotros también. ¿Qué hay más importante que saber que la felicidad de tus hijos no depende solo de sus padres?
…
Hasta acá llegamos.
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