Extremos de la paternidad
Un hijo se enferma, el otro viaja con la madre. Los fantasmas y los miedos. El agotamiento y la burocracia familiar. ¿Y qué pasa mientras con la pareja? Exageraciones de un padre.
A veces pareciera que la paternidad me trasladó a un estado infantil o adolescente, donde eventos cotidianos se vuelven manifestaciones de lo extremo. Cuando ocurre, pareciera que ocurre siempre. Lo cierto es que tiene más que ver con la intensidad que con la cantidad.
Ahora que lo digo, también veo que es algo que caracteriza esta etapa de Lorenzo —hijo más grande—, que a sus cuatro años vive lo diario con la seriedad de lo definitivo. También, parado en los extremos: “Nunca jugamos, no jugamos nada”, reclama después de una jornada de diez horas de actividades con amigos.
De la misma manera, construye frases sobre otras temáticas —comida, espera, lectura de historias, volver a ir a la Argentina, etc.— con una arquitectura extrema: siempre, nunca, todo, nada. ¿Será que un poco me contagio de él?, pienso. Por suerte, él no parece tener muchos miedos —así que eso no me lo contagié de él, sin dudas.
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Lorenzo tuvo fiebre una semana. El domingo, tras seis días con temperatura alta, parecía que estaba por recuperarse, pero tuvo una noche horrible: a las tres de la mañana se despertó quejándose y temblando. Deliraba. Incluso, le costaba respirar. Me asusté.
Tenía 39,6 de fiebre, después de haber tomado paracetamol unas horas antes. ¿A qué hospital lo tengo que llevar?, fue la primera alerta, una duda propia de vivir hace no tanto tiempo en Grecia, un país que no es el mío, por lo que en estas situaciones navego aún más a ciegas que en mi Argentina natal.
Después apareció la culpa, inútil recurso para cambiar la situación: “¿Cómo no voy a jugar con él todo el día?”, me exigí. Enunciaciones de un borracho arrepentido que jura no volver a tomar cuando está derrotado por la resaca. Y surgieron promesas, como una suerte de fórmula para exorcizar los miedos: “De ahora en más, tengo que ser infinitamente paciente. Tengo que jugar cada vez que Lorenzo me lo pida”.
Es obvio: me horroriza pensar que se puede morir de repente. Me espanta recordar lo frágil e impredecible que es la vida. Racionalmente, sé que es exagerado y muy poco probable que se muera por una gripe, del mismo modo que sé que es algo que puede pasar (en cualquier momento).
Los fantasmas, por naturaleza propia, no son racionales sino dramáticos y aterradores. Hablan así: “Tal vez es el inicio de una enfermedad mortal”.
Como padre no puedo siquiera concebir la posibilidad de que uno de mis dos hijos se muera antes que yo, así como antes no concebía la posibilidad de morirme antes que mis padres.
También sé que darle todos los gustos o jugar hasta el infinito con él no sólo no va a curarlo ni impedir que algo malo le pase, sino que también es irreal y poco sano para formar su personalidad. Pero eso lo digo ahora, mientras escribo.
Nada de eso me importaba realmente cuando veía a Lorenzo toser desde las tripas, que parecía ahogarse a la vez que temblaba y, de pronto, recurrió a la posición fetal para buscar alivio. En ese momento hierve la culpa, como si yo fuera el causante de su malestar y, por ende, el encargado de curarlo.
Le volvemos a dar paracetamol, progresivamente se calma y se duerme. Recién al alba me quedo dormido, aunque sólo por un rato: Lorenzo amanece el lunes como si nada.
Ya no vuelve a tomar paracetamol ni a tener fiebre en los días siguientes. Las promesas se van diluyendo. Pierdo la paciencia cuando grita mi nombre por vez número mil y, sobre todo, cuando enhebra un sinfín de acciones con un único objetivo: llamar mi atención para que juegue con él —mientras, intento resolver (postergar) cuestiones laborales.
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Después de una semana en la que cuidarlo fue lo principal, quiero tiempo para mí. ¿Y qué hago en las pocas horas en las que no estoy con Lorenzo o dedicado a cualquier otra faena de lo familiar? Trabajar. Sí, trabajar algunas horas para sacar el trabajo que se acumuló, es decir, que se convirtió en trabajo atrasado.
Lo raro no es trabajar —ni quitarle horas al descanso— sino que eso, por un momento, se siente no sólo satisfactorio sino como algo parecido a la libertad. Es absurdo. Pero quiero trabajar porque eso me hace sentir mejor que cuidar todo el día a un niño.
Me acuerdo de algo: cuidar a un niño no tiene ni de cerca el mismo nivel de reconocimiento y prestigio social que trabajar. La validación, más para un hombre, se encuentra en el sistema productivo y no en los cuidados.
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Leo algunos fragmentos del cuadernillo “Los mandatos de masculinidad como factor de riesgo”, donde se aborda el concepto de masculinidad y sus múltiples entramados para comprender cómo se instala y naturaliza un deber ser “masculino” y, así, visibilizar las diferentes formas en las que se produce la inequidad de género.
En la página 16 menciona cuatro mandatos de la masculinidad, es decir, habla del guión a seguir para alcanzar el ideal de masculinidad: ser proveedor, omnipotente, potente y protector.
Dice también que lo viril puede analizarse teniendo en cuenta la centralidad del trabajo en la construcción de la identidad masculina: “El varón tiende a fusionarse con su profesión u ocupación, y refuerza así el rol de proveedor”.
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La burocracia familiar de lo cotidiano me pone en piloto automático. Con el cansancio como telón de fondo por no dormir bien (en los últimos cuatro años), se colocan en fila las tareas en loop que guían la rutina.
Cambiar a los niños, preparar el desayuno (que a veces devoran y otras ignoran), lavarle los dientes, ponerle las zapatillas, salir para el jardín de infantes (siempre más tarde de lo que querríamos). Y ese, el del jardín de infantes, es otro capítulo del que sólo daré una pincelada.
“¿Por qué voy al jardín todos los días? Nunca paro, nunca paro. No quiero ir. No me gusta el jardín”. No es cierto esto que dice Lorenzo, y que repite al menos una vez por semana (a veces, todos los días).
No es cierto porque entre viajes y vacaciones —y enfermedades— suele faltar mucho desde que empezó el jardín. Tampoco es verdad, porque cada vez que lo voy a buscar, a la salida, me cuenta que se divirtió con sus amigos, a los que quiere ver más tiempo.
Igual, una vez más, me da culpa. Aunque dude, sé que no le estoy causando daño. Lo que también siento, como el primer día que lo llevé al jardín, es que me lo estoy sacando de encima para hacer mi vida sin él (por un rato).
Dicho así suena políticamente incorrecto, pero no tengo dudas de que es mucho más fácil trabajar por dinero que cuidar a un niño.
Como cuenta la psicóloga Carolina Mora, yo también le digo a Lorenzo que mientras él va al jardín, Irene y yo podemos trabajar y hacer otras cosas que también nos gustan.
Busco que no sea un “o” sino un “y”: me gusta estar con él. Y también me gusta trabajar. Y también hacer actividades solo. Le digo, además, que tiene mucha suerte porque sus padres trabajan desde casa y compartimos muchísimos momentos del día que otros niños —y padres— no tienen el privilegio de poder compartir.
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En medio de este maridaje de tensiones, aunque por momentos lo olvidemos, la vida en pareja sigue. Llevamos casi once años juntos con Irene. Y ahí también a veces deambulamos por los extremos.
En las horas bajas, sale a flote que casi no salimos solos desde que nos convertimos en padres. Lo hicimos, literalmente, dos veces en algo más de cuatro años: menos de seis horas en total, y la mitad del tiempo discutimos.
En esos momentos es fácil cuestionarse para qué estamos juntos si la estamos pasando mal, si todo cuesta tanto. Pero enseguida me doy cuenta de que “la pareja” es un chivo expiatorio y no la causante de ese malestar: somos nosotros y la forma de vivir lo que implica la pareja y la vida en familia. En todo caso, debería agradecerle a “la pareja”.
Hace unas semanas me sentí en falta cuando alguien que no tiene hijos ni quiere tenerlos me dijo, insolente y arrogante, que le sorprende que madres y padres nos lamentemos o suframos: “Ya sabían lo que se venía, no entiendo, ¿de qué se quejan?, ¿no lo previeron?”.
Ahora que lo escribo me doy cuenta de que lo que más bronca me da conmigo mismo es no haberle replicado con su misma agresividad. Por guardarme el fuego, terminé quedándome solo.
Podría haberle dicho que la vida —en general y aún más en familia— no es un Excel dónde anticipás y programás esquemas y lógicas para tener el control absoluto de ciertas situaciones. Al contrario, la vida en pareja con hijos es un tagadá sin cinturón.
En cambio, cuando las cosas van bien, teniendo todo lo anterior presente, aparece la calidez y el cobijo en la pareja. Las risas y la complicidad. El sosiego. Las ganas de más. El preguntarnos por qué no tenemos más seguido esos momentos florecientes.
Se vuelve a hacer presente la idea de un tercer hijo, tema que sobrevuela la pareja tanto cuando estamos bien como cuando estamos mal. Es ilógico, ya lo dije otras veces, y ya lo sabemos. Pero negar lo que pasa no va a resolverlo.
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La mañana que escribo esto, Irene se fue a Bucarest con León (hijo de siete meses). Y Lorenzo volvió al jardín después de una semana con gripe. En lugar de volver a casa a trabajar, estoy solo en la playa: hice una meditación y luego escribí todo lo anterior. Me resulta obvio: debería hacerlo más seguido.
Sigo.
Con Irene llevamos dos décadas viajando —ella más que yo— con bastante frecuencia. Nuestra relación, en parte, es producto de esa itinerancia y también transcurre entre viajes desde el inicio. De todos modos, casi invariablemente, aparece la tensión previa al viaje, indistintamente si viajamos juntos o separados.
Entonces, sentado en la playa, recuerdo que Irene me pidió anoche que la “ayudara” a pensar cómo resolver un tema logístico del viaje con León: si llevaba el huevito que es útil para el auto, luego no tendría cómo cubrirlo ante el sol y la lluvia (que era el pronóstico en la capital rumana).
Le dije que llevara el huevito, que es más importante la seguridad en el auto y que el sol y la lluvia se pueden evitar con ciertos recaudos. Mientras le respondía, yo cortaba una tarta —una parte al freezer, otra mi dieta de la semana—. Percibo que Irene se fastidia.
Dice que me había pedido que mirara la otra sillita, que tiene un accesorio para el sol, la lluvia y el viento. Que tal vez se puede sacar y poner en el huevito. Le digo que sólo me había dicho que la “ayudara” a pensar pero ella dice que eso fue después de haberme pedido que mirara la otra sillita y que como se dio cuenta de que no la había escuchado, insistió lateralmente pidiendo que la “ayude” a pensar.
Sigo convencido de que no fue así, como también estoy seguro de que ella tiene razón. Cuando Irene llega a Bucarest, me escribe: “Gracias por ‘ayudarme’ con la sillita”.
Entonces, recién ahí me doy cuenta de que todo el episodio del día anterior fue sintomático, fue una vez más la tensión pre-viaje. Encima, ella me agradece por hacer algo propio de la paternidad. Ocuparme del bienestar familiar no es “ayudarla” a ella, es querernos.
La noche antes de que se fueran, nos duchamos y nos metimos temprano en la cama. “Por fin voy a dormir bien una noche”, suspiré, sabiendo que no convenía decirlo (sí, en esto soy supersticioso).
León durmió pésimo. Una de las pocas veces que ni Irene ni la teta lo calmaron. Una de las poquísimas veces que mis brazos resultaron más efectivos que la madre. Se durmió. Lo acosté y se volvió a despertar. Lo alcé y se volvió a dormir rápido.
Me quedé un rato largo con León en brazos: “¿Querrá estar conmigo porque mañana se van?”, me pregunté en la oscuridad, mientras todos dormían. Entonces, hablaron los fantasmas, agazapados, como el miedo subyacente: “¿Y si pasa algo en el viaje y esta es la última vez que vamos a estar así, todos juntos y bien?”.
Me acuesto con León agarrado a mi pijama y con la otra mano en mi cara, buscando el contacto aunque siguiera dormido, como si quisiera asegurarse de que seguía ahí con él.
¿Y cuándo voy a dormir bien? Ese momento —que León esté aferrado y el agotamiento— me parece para siempre, pero es sólo un instante en una etapa determinada. Va a pasar rápido. Entonces, se me ocurre esto de los extremos de la paternidad.
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Muchas gracias por acompañarme hasta acá.
Como siempre, más gracias por leer, comentar, mandarme mails y compartir con otros esta newsletter.
Nos vemos en dos semanas.
Espero que estés bien.
Un abrazo,
Nacho
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Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉