Batallitas de la paternidad
Lo horrible y lo positivo de los “terribles dos”. De bebé adorable a duende endemoniado. Recetas, frustración y estrategias. Pequeño triunfo en una mañana caótica.
Hace una semana que León parece haber aterrizado en los “terribles” dos años (cumplidos hace un mes). La etiqueta no está buena, lo explicó muy bien Irene en su newsletter cuando Lorenzo —hijo mayor— tenía dos años. Y acá estamos, tres inviernos después, reviviendo una etapa similar, ahora con León.
Contaré algo positivo, la victoria de una batallita matinal. Antes vale la pena explicar un par de cosas.
La idea de los “terribles dos años”: bebés adorables se convierten en dictadores gritones, irracionales y desafiantes. El cambio se puede sentir abrupto, pero es un buen síntoma: obedece al desarrollo de León (además lleva tres meses acumulando estímulos en el jardín de infantes, expuesto a cuatro idiomas a diario).
En su crecimiento hay un choque de fuerzas. Las posibilidades se multiplican más rápido en su percepción que en su capacidad de realizarlas. Aparece la comprensión gradual de sus deseos y necesidades, y la intención de satisfacerlos de forma independiente. Cuando no puede, se frustra (y puede ser explosivo).
Irene escribió que le incomoda “asociar ‘terrible’ con la etapa de desarrollo de un niño”.
Manejar estas rabietas puede ser terrible y difícil, pero ¿ayuda llamar a esta etapa los "terribles dos"? ¿No cumplen una función las diferentes etapas de desarrollo y el objetivo de conocerlas no es encontrar una manera razonable de reaccionar? Odio la idea de los terribles dos porque si espero que mi hijo pase por un período terrible, mis expectativas influirán en mis reacciones, posiblemente de una manera inútil. Además, la investigación demuestra que pueden minimizarse o evitarse si los padres son flexibles, especialmente si sus hijos no tienen un temperamento fácil.
…
La semana pasada me desesperé. Una madre, que tiene una hija de seis años y que pasó por un divorcio, me contó que consultó distintos especialistas, terapeutas y libros.
—Decime el que te ayudó más –rogué, casi exigiendo algo que sé que no existe pero igual deseo en un momento de desesperación: una receta para sortear el agobio.
No es una exageración. Pienso en lo mal que la debe estar pasando León para comportarse de ese modo. Entiendo que su cerebro está en pleno desarrollo y lo dominan los impulsos. Igual, es insoportable escuchar a un nene poseído capaz de chillar durante una hora “banana bread no, banana bread no”, sin que nada lo calme o distraiga.
Encima, los fantasmas de la paternidad: ¿mi hijo estará fallado? ¿A qué especialista debería llevarlo? ¿Qué estoy haciendo mal?
Cuando León termina su descarga, empiezo a olvidarme de la pesadilla. Ahora que escribo, me parece algo menor, porque mis hijos están en el jardín y el silencio sólo es interrumpido por el ruido de las teclas (y por la voz de Irene en una videollamada).
Por recomendación de esa madre, empecé a leer Cómo hablar para que los niños escuchen y cómo escuchar para que los niños hablen. Es el tipo de libro bestseller que suelo evitar por prejuicios, pero esta vez mi desesperación los derribó.
El jueves pasado leí el primer capítulo de un tirón. No hubo un hallazgo ni sorpresas. Lógico: hace seis años que leo y escucho expertos que dan consejos para padres (realmente están orientadas a madres, ¿por qué será?). La propuesta del bestseller: ser menos reactivo y tratar de entender qué le pasa a tu hijo.
Cerré el libro y me dormí, preocupado por el panorama: Irene se sentía muy mal y era obvio que se había contagiado el virus que había volteado a León una semana antes y del cual yo me estaba recuperando.
(Digresión: el virus me dejó tumbado dos días. Fue una mezcla de gastroenteritis y Covid. Sentí dolores en todo el cuerpo, chuchos de frío, dolor de panza, náuseas. Sólo comí tres pedazos de pan con aceite de oliva durante una semana. No sé si los virus son más fuertes que antes; si estoy más grande y mi sistema resiste menos —nunca fui de enfermarme seguido—; si estoy envejeciendo y hago un drama de algo que no lo amerita; o si, simplemente, me falla la memoria y los virus antes eran igual de fuertes pero estaba más preocupado en recuperarme rápido para jugar al fútbol el fin de semana. O todo lo anterior mezclado.)
…
A las 6:30 del viernes, escuché: “Carne, carne”. Abrí los ojos y ahí estaba León, enchufado a 220, bajando de nuestra cama para ir a la cocina. “Buen día, León”, dije, en un absurdo intento por inculcar buenas costumbres a un nene sonámbulo.
¿Qué opciones tenía? Luchar venía fallando mucho. Salté de la cama y le seguí la corriente en silencio. Al bajar la escalera, León notó que aún tenía el pijama y quiso volver a cambiarse. Lorenzo se despertó. Irene estaba nocaut. Bingo.
Para mi sorpresa, Lorenzo se vistió para el jardín sin mediar palabra. León hizo lo mismo, con mi ayuda. En cinco minutos los tres estábamos listos para desayunar. Mientras, tenía el maldito libro en la cabeza, atento a mis reacciones.
— Estoy cansado y me duele la garganta —dijo Lorenzo.
— Uff, qué embole, ¿no? Recién te despertás y ya estás cansado.
— No quiero yogur.
— Ok.
León quiso yogur y se lo comió. Entonces, Lorenzo también quiso. No voy a detallar las infinitas micro batallitas de la batallita matinal: que si uvas, que si almendras, que si el abrigo, que si las zapatillas, que no quiero ir al jardín, que no tengo caca… ¿Se entendió?
—León, ¿cambiamos el pañal?
—No, caca no —se empacó, mientras una nube amenazaba con perfumar el barrio.
—León, ¿me ayudás a cambiar el pañal?
—¡Sí! —dijo, y se acostó con la cabeza en un almohadón.
El verbo (ayudar) fue clave: lo sacaba de su rol de actor secundario. Quiere ser el protagonista de su vida, quiere ser independiente. También por eso había comido el yogur pasándolo por toda su cara.
Una hora y 10 minutos después de amanecer al grito de “carne”, estábamos listos para ir al jardín casi sin las fricciones infinitas que suelen terminar en una explosión (de cualquiera de las partes). Era un milagro para lo que venía siendo la semana. Pero faltaba subir al auto.
León pidió tsoureki (pan griego de Pascua y Año Nuevo) y no quería caminar. En mi esfuerzo por ser buen alumno del libro que había empezado a leer la noche anterior, le dije que estaría bueno comer tsoureki. Intenté varias cosas más pero fracasé, así que lo alcé mientras él gritaba su deseo cada vez más fuerte. Me sentía como una olla a presión por el esfuerzo acumulado para mantener la calma.
De repente, arranqué unas hojas de una planta. Luego, con un gesto histriónico, dije: “¡Tsoureki para los gatos!”, y las tiré al cielo. Lorenzo y León se descolocaron. Arranqué más hojas del cerco y, aún más teatral, dije: “¡Tsoureki para los perros!”, y revoleé las hojas. Mientras seguía ganando metros hacia el auto, Lorenzo se rió y me copió. León también empezó a reír.
Ya en el auto, la batallita matinal entraba en la recta final, aunque quedaban un par de rounds: “Tsoureki, tsoureki, tsoureki”, gritaba León, dispuesto a repetirlo endemoniado la media hora que nos quedaba por delante.
—¿Qué canción quieren que escuchemos? ¿Daddy Cool?
—¡Nooo, no, Daddy Cool, no! —protestó León, que suele pedir esa canción.
—¡Pokémon, Pokémon! ¡Y muy loud! —gritó Lorenzo.
Puse esa canción absurda con el volumen alto. Los hermanitos empezaron a bailar, moviendo los deditos índices. Ellos estaban divertidos, ¿y yo? La olla a presión estaba en su punto más alto por efecto acumulativo (de un ejercicio en loop: contener mi fastidio, aumentar la tolerancia y buscar alternativas amables y creativas).
Sentía que alguien me seguía provocando, pero hacía un esfuerzo descomunal por no mandarlo a cagar. Seguía respondiendo como un recepcionista de un hotel 7 estrellas, ofreciendo opciones con sonrisa cordial y buenos modales, aunque todo me pareciera injusto y desubicado (¡¿cómo vas a revolear el bowl con yogur, mi amor?!).
Interpretación psicológica de café: sentía que mis hijos me estaban haciendo la mañana imposible desde que se habían levantado y yo iba atajando las variables para evitar el caos y para contenerlos, al costo de reprimirme. ¿Qué iba a hacer con todo eso que hervía por dentro? ¿Cuántas veces más iba a respirar profundamente?
Entonces, grité como un barra brava cuando su equipo no se esfuerza: “¡Daaaleeeeee!”. El desahogo fue efectivo, me alivió, y no me sentí mal como cuando les grito a mis hijos; y ellos se mataron de risa (ahora lo piden casi todas las mañanas).
Me sentí el papá más ridículo del mundo a ojos de no sé quién (hola, policía de género), pero a mis hijos les divirtió —un día les dará vergüenza ajena— y yo me sentí mejor.
Así, la mañana que amenazaba con ser una pesadilla volví a casa relajado, algo eufórico, y terminé la semana cortando la mala racha con una batallita matinal ganada (sobre cinco).
…
Tengo teorías para casi todo con mis hijos. Muchas se caen a la semana siguiente. Otras, en la posterior. Mientras, me ayudan a seguir adelante.
Sé que la estrategia que funcionó la semana pasada fallará. Los libros de parenting generan expectativas altas y son un nido fecundo para la culpa. Crean presión porque surgirán problemas imprevistos y las cosas se complicarán, y me frustraré por fallar con los chicos y no poder hacer lo que proponen los expertos (de la teoría).
Además, no todo es tan lineal. No sé si esa mañana funcionó porque cambió mi actitud, que fue hiper enfocada. Tampoco tendré esa energía y actitud todos los días. Tal vez ellos tendrán días más difíciles. Y está bien que haya caos, es lo que nos tocó.
Las variables son grandes. No hay recetas infalibles. Quizá la lección sea que leer estos libros debe ser sin grandes expectativas y con la esperanza de rescatar algo. Mientras, disfruto de esa batallita matinal ganada y la atesoro como recuerdo de que a veces las cosas salen inesperadamente bien.
Hasta acá llegamos. Si conocés estrategias que funcionen, contame. También me interesa saber qué ideas despertó el texto. ¿Trucos? ¿Recursos? Te leo.
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Nacho
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Romper el manto de silencio
Un amigo me contó lo mal que se sintió la única vez que le pegó una cachetada a su hijo. La charla fue espontánea, mientras me llevaba en su auto a tomar un café. Estaba triste y avergonzado. Admiré su honestidad.
jajaja Largué carcajada con lo de sentirte recepcionista del hotel 7 estrellas. Acá madre de tres con secundario completo, lectora de todos los libros de parenting de la época. Y de tanta lectura, hoy extraigo dos cosas que me sirvieron y que veo que vos ya aplicás: mucha paciencia y humor para casi todo. No hay mucho más. El tiempo mejora muchas de las cosas que describís. Esto también pasará, aplica.
Y seguro que tener un papá y una mamá que se preguntan por la crianza y cómo hacerlo bien va a funcionar. Fuerzas!