Abuelidades
“Como no tengo madre, vos no tenés abuela. Me estás dejando huérfano de nuevo, hijo, por puro amor”. Autora invitada: Cecilia Sorrentino escribe sobre nietos y abuelas.
A veces me pregunto si voy a tener nietos y, en ese caso, si los conoceré. Pero son más las veces que pienso con tristeza, bronca e impotencia que León y Lorenzo nunca conocerán a mis viejos, sus abuelos argentinos.
Lo que escribió Andrés Neuman en su precioso libro Umbilical me conmovió: “Como no tengo madre, vos no tenés abuela. Me estás dejando huérfano de nuevo, hijo, por puro amor”.
Ya pasé más de diez años sin mis viejos. Puede ser paradójico, pero en los momentos importantes no me sentí huérfano. Fue como si, de algún modo, hubieran estado presentes (¿será por esa parte de ellos que vive en mí?).
Desde que era un bebé, le hablé naturalmente a Lorenzo sobre mis viejos. Le conté que eran arquitectos y que les gustaba el folclore. También que cuando nos íbamos de vacaciones escondíamos un billete junto con un ladrillo en una bolsa de plástico y lo enterrábamos en la arena para buscarlo al año siguiente.
Cuando me ponía un suéter gris que me tejió mi vieja, a los dos años Lorenzo decía: “Aela Etén”. Cuando en plena pandemia tomaba mate en la playa, Lorenzo gritaba: “Auelo Egar, auela Etén”.
Recientemente, en las charlas en la cama antes de dormir, Lorenzo lloró porque quería ver a sus abuelos Esther y Edgar. De pronto, se calmó y dijo: “Conocí a tus papás cuando yo era una estrella, antes de venir”.
De todos modos, mis hijos tienen abuelos, los italianos, i nonni, los padres de Irene. Con ellos construyen memorias que nunca tendrán con mis viejos, a quienes hago presentes mediante relatos selectivos, espontáneos y caprichosos.
Es habitual caer en la trampa de la familia como falsa representación de la comodidad. Si cada persona es un mundo, cada familia sería una galaxia, ¿no? Y allí cabe de todo.
En mi infancia, las fiestas de fin de año eran muy esperadas. Las vivía con ilusión, alegría y entusiasmo. Era un momento de estar con mis hermanos y primos, en reuniones multitudinarias donde me divertía un montón y esperaba ansioso que pasara la medianoche del 24 para que aparecieran mágicamente los regalos en el arbolito.
Creo que supe que todo eso a lo que estaba habituado y daba por garantizado no era así para todo el mundo, y que incluso hay gente que detesta las fiestas, recién a los 20 años. Fue cuando vivía en Mallorca y pasé las primeras fiestas sin mi familia.
La última vez que estuve en Buenos Aires para las fiestas fue en 2019. Cada diciembre, cinco años después, extraño estar allá con una intensidad que no aparece en casi ningún otro momento del año.
Sería fácil decir que quisiera que mis hijos pasaran las fiestas como las pasaba yo en Buenos Aires, con ilusión y rodeados del calor de la familia y amigos. Es más sincero aceptar que ese deseo es personal. Soy yo el que quisiera que las cosas fueran de una manera que ya no podrán ser porque mis hijos están acá y ahora, y mis viejos ya no están.
Hablé sobre algunos de estos temas con Cecilia Sorrentino, que es amiga, escritora, novelista y una persona hermosa. Ella no tuvo mejor idea que regalarme un texto para Recalculando: escribió Abuelidades, donde reflexiona sobre los cambios con sus nietos a medida que pasa el tiempo. Espero que disfruten del texto tanto como me ocurrió a mí.
Abuelidades
Por Cecilia Sorrentino
Como otras veces, en los últimos cinco, seis años, llego a la puerta del jardín de infantes unos minutos antes del horario de salida. Como otras veces, hay saludos y sonrisas de jóvenes madres y padres que me hacen un lugar entre ellos.
Esta tarde conversan, incrédulos y emocionados, sobre el final de la etapa del jardín en las vidas de sus hijas e hijos. Les cuento que caminé hasta ahí pensando casi lo mismo. Casi. Porque para mí esta tarde es la última del jardín de infantes de mi nieto menor. La última tarde de jardín de infantes.
Puedo recordar mi propia emoción ante el crecimiento de mi hijo y mi hija pequeños. Una suerte de extrañada celebración que se imponía sobre la conciencia de la fugacidad.
Como abuela, en cambio, no es que falte la celebración, es que la finitud se la lleva por delante. Y pienso en mis tres nietxs: Helena (8), Nicolás (7) y Alfonso (6) en modo perplejidad. Ocho años que van desde la felicidad de encontrarnos en una mirada, hasta el desconcierto de no saber cómo acompañar, qué proponer y, últimamente también, qué hacer con mi cansancio.
En estos ocho años viví con ellos los primeros asombros, volví a jugar de verdad, les canté las nanas de mi abuela, inventé cuentos que ellos recuerdan y yo no. Hicimos magia telefónica para no perdernos en la noche de la pandemia y recuperé los mitos griegos que todavía disfruta Nico. Con Alfonso viví su primer viaje en tren, más fascinante cada vez que lo recuerda. De Helena guardo los “ah” de sus siete, ocho meses asombrados ante mi caja llena de cintas. De los tres atesoro escenas, palabras, gestos, preguntas, metáforas. Como dice León: “todo está guardado en la memoria” y, por las dudas, también en mis cuadernos.
Pero hoy comprendo que este tiempo de sus niñeces es el de los “todavía” y los “ya no”. Como con todo en la vida. Sólo que, desde mi abuelidad se siente más veloz y por momentos también más difícil.
Todavía voy con Nico por la vereda cumpliendo el desafío de no pisar las líneas entre baldosas. Todavía señalo una flor y logro que Alfonso se detenga también para decirme que “es muy hermosa, ¿no?”. Todavía juego escondidas con Helena aunque, como es la mayor, ya no sé cómo acompañar su timidez, sus silencios nuevos. Cuando me deja, la abrazo fuerte. Nunca sé si alcanza.
Tengo amigas que también dedican buena parte de su tiempo a ser abuelas a la vez que siguen adelante con otros intereses, trabajos o estudios que nos apasionan. Algunas todavía cuidan a un padre o una madre muy mayor. Para nosotras, la abuelidad es una pregunta insistente, un desafío sobre el que conversamos con frecuencia. A veces también un dolor que sólo expresamos en esas conversaciones.
Llegamos a esta abuelidad como se llega a casi todo: sin manual de instrucciones. Porque no somos abuelas como lo fueron nuestras madres y algunas pautas de crianza no son las que hemos seguido: ¿cómo vas a acostar a un bebé hacia abajo? Merecería un apartado especial el tema del crédito que (no) nos conceden algunos pediatras. Y el de aprender a no decir todo lo que pensamos.
Nuestra ayuda es muy necesaria, pero no siempre hacemos las cosas bien y a veces nos toca una observación o un reto. Y sucede todo tan veloz que si tenemos algunas, pocas respuestas, se nos ocurren cuando ya volvimos a casa y nos desparramamos agotadas en un sillón, tomadas por un cansancio nuevo, que comienza a veces en la cintura pero llega siempre a la cabeza.
L. dice que cuando se van sus nietos siente la cabeza llena de algodón y necesita un rato para recuperar su vida. M. descubrió que es más liviano si logra preparar una suerte de programa. Cantos, papeles, cajas de cartón, consignas de juego. Cuando ellos lo pasan bien yo me canso menos, explica.
Y sobre todo, pienso yo, logramos acortar el tiempo ante las pantallas. Una verdadera obsesión para todas nosotras.
B. recuerda a su madre cuando tenía la edad que ella tiene ahora. Por la tarde tejía, recibía a su nieta, miraban juntas la novela. La vida transcurría puertas adentro de casa. En cambio, se observa a sí misma como abuela y habla de perplejidad. Los días llenos de actividades personales y laborales calzadas a presión en el tiempo de la semana. Llevamos una mochila demasiado pesada, dice, y no le encuentro la vuelta a esta etapa del trabajo y el amor. Me generan sensaciones de tensión, de salirme de mi eje.
M. cuenta que no puede decir que no a los pedidos de ayuda. Sé que necesitan que esté a la salida del jardín y me quede luego hasta que regrese mi hijo. Y me llena de felicidad que mi nieta quiera quedarse a dormir en casa. Pero, ¿sabés cuánto tiempo me lleva descansar, recuperarme de ese cansancio de la felicidad?
Me quedo pensando en algo que también dice ella, porque quizás alcanza las hondas raíces de esta perplejidad nuestra: cuando a esta altura de la vida una detiene la mirada en los niños y las niñas que amamos, también ve los propios desamparos.
Hasta acá llegamos. ¿Qué mejor forma de cerrar el año de Recalculando que este texto tan lindo de Cecilia Sorrentino, desde un punto de vista al que muchas veces se le presta poca atención?
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Diario de la paternidad
Llevo casi seis años escribiendo sobre mis hijos. En parte, hablo sobre ellos para entender qué significa la paternidad para mí. Es un ejercicio de construir respuestas temporales. Un ensayo permanente. Una construcción de sentido que se suele desvanecer como los sueños al despertar, y que ayudan a seguir.
Tu texto de introducción me llevo a la sensación que tuve un día cuando, leyendo un cuento, me tiré a llorar porque caí en cuenta que mis sobrinos no conocerían a mi papá... Construir recuerdos, por suerte, tiene muchos caminos. Ah, y mi padre, también se llamaba Edgar ❤️🩹
Ufff...cómo no emocionarme con el texto de Cecilia Sorrentino? A través de su lectura caí en la cuenta de que apenas unas semanas atrás fue la última vez que busqué a mi nieta menor en el jardín (fue inevitable que brotaran algunas lágrimas). Ella nació en Praga, la conocí cuando tenía 1 mes: mi hijo, el más grande de 4, con su esposa y la mayor -5 años mayor- vivieron en Europa 3 años, 1 en República Checa y 2 en Alemania; tiempos de videollamadas (previas a y también en pandemia) y esas conexiones que mencionás, para acercarnos el la lejanía. Después volvieron, yo hice mi segunda migración interna en Argentina, y ahora viven a 4 km de casa, lo que permite que todos los jueves me ocupe de buscarlas a ambas, hoy de 5 y 10 años, y traerlas a merendar en lo que se ha transformado en una suerte de ceremonia donde la pasamos muy bien y -porqué no decirlo- también me canso bastante. Siempre te leo Nacho, y te comparto con amigos, también con pacientes. Felices Fiestas y nos seguimos encontrando