Viñetas de felicidad
“Aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, sólo ahora, lo sé”, escribió Natalia Ginzburg.
Llevo unos días pensando en escribir algo positivo. Algo así como viñetas de felicidad. Es un ejercicio más difícil que, por ejemplo, quejarse o criticar.
Lo hago, en parte, como un intento de lo imposible: perpetuar esa sensación interna que nos pasamos la vida buscando repetir, aunque sepamos que son ráfagas que pasan y que, cuando vuelven, lo hacen de otro modo, incluso, sorpresiva o inesperadamente.
Se me ocurrió escribir sobre esto tras notar que cada día hay, como mínimo, una escena tierna o amorosa relacionada con la paternidad que le cuento a alguien (en general, a Irene, mi pareja).
El disparador fueron frases de hijo mayor —Lorenzo, 4 años— y acontecimientos de hijo menor —León, 8 meses— que me conmovieron en el instante que tuvieron lugar. Y dije: “Esto quiero recordarlo siempre, pero me voy a olvidar en pocos días o semanas. ¿Y si lo escribo?”.
Desde que me convertí en padre —tal vez, para pesar de algunos— prácticamente la vida entera de hijos es un acontecimiento: primer diente, segundo diente, primera caca líquida, primera caca sólida, primera sonrisa, la sonrisa de cada día, el primer paso... Y así.
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Hay dos frases que Lorenzo dijo en las últimas semanas que me encantan. Ambas fueron espontáneas, sin que mediara una pregunta o una conversación. Simplemente las disparó.
“Nacho… Te amo hasta el último número, ¿sabías? ¿lo sabías?”. Me dijo una tarde, con insistencia, mientras yo estaba respondiendo unos correos de trabajo.
“No me gusta cuando la maestra del jardín me grita. No es lindo, no es justo. Me aburre… Pero me gusta menos cuando le grita a mis amigos. Ahí me pone triste”. Esto fue en la noche, cuando leíamos un libro antes de dormir.
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León parece que caminará pronto, como pasó con Lorenzo, que empezó a hacerlo a los diez meses. Desde hace varias semanas que hijo menor se pone de pie con la ayuda de una silla o lo que tenga al alcance.
Como si hiciera ejercicios de sentadilla, últimamente se pone de pie y luego se deja caer al suelo. Repite la acción una y otra vez. Cada día gana algo de estabilidad y va logrando estar de pie más tiempo (antes de caer sentado).
Me anima su tenacidad, ver cómo lo intenta todo el día, y todos los días: para mí es evidente su progreso. Para un tercero probablemente es sólo un bebé que no sabe caminar. Pero en esos momentos, yo veo en León un pequeño luchador optimista, perseverante, que confía en el futuro, que tiene esperanza, que sigue intentando y no se rinde.
Me gusta recordar el tesón de León cuando me frustro por lo cotidiano, como cuando no llego a hacer todo lo que tenía pensado en la semana o si un día me salteo los ejercicios de fisioterapia (tengo una lesión crónica en el pie hace cuatro años).
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“Tenemos que disfrutar de León: es probable que sea nuestro último bebé”, me dijo Irene unas noches atrás. Me impactó la perspectiva del planteo. Hasta ahora lo venía pensando desde la óptica de si buscaríamos o no un tercer hijo, pero no reparaba en que León podría ser el último bebé.
Esto —mi mirada— se parece al vicio de pensar o buscar lo que falta —o lo que podría faltar, como un tercer hijo— en lugar de disfrutar de lo que sí hay y, para colmo, está delante de mis ojos (dos hijos hermosos).
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Las últimas cuatro semanas fueron intensas: luego de más de cinco años, finalmente tengo la ciudadanía italiana —nos da más flexibilidad para decidir nuestro futuro—. En simultáneo, Irene no estuvo bien de salud (y decidió cuidarse un poco más —esto es para celebrar—).
Un amigo, que está cerca de los 50 años y no tuvo hijos propios, pasó casi un mes en casa. Se encariñó con Lorenzo y León y, sobre todo, vio por primera vez de cerca lo desafiante y demandante que puede ser la vida con niños: “Nunca había entendido la dimensión de lo que significa”.
Para nosotros fue hermoso abrirle las puertas de nuestra familia. Ojalá vuelva pronto.
En el fragor de lo cotidiano, a veces es difícil distinguir la paja del trigo. Entonces, el fastidio por el baño sucio puede opacar la alegría de compartir un desayuno. Pero dentro de un año solo voy a pensar en cuánto me gustaría repetir este o aquel desayuno —y casi no recordaré que los niños se enfermaron y pasamos una semana encerrados en casa.
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Pienso varias cosas al escribir todo esto. No estoy hablando de una felicidad que lo ocupa todo. Lo dije, son viñetas. Como brisas cargadas de vida que salpican la cotidianidad y que quiero abrazarlas —en lugar de distraerme mientras se escurren.
Me acuerdo, entonces, del relato Inverno in Abruzzo, cuando la gran Natalia Ginzburg describe con maestría el aislamiento y el pesar que sentía al vivir en el exilio con su familia, escapando de los fascistas.
En este texto, que abre Las pequeñas virtudes, la escritora italiana relata los días en una zona rural donde “hay sólo dos estaciones: el verano y el invierno”.
Ginzburg y su familia no estaban en el lugar donde se decidía y se pudría el mundo, sino que su exilio era en los márgenes. En un pueblo en el que podría creerse que la vida se apaga —entre otras cosas, por el tremendo contraste con una ciudad colosal como Roma, o vibrante e intelectual como Torino—.
En Inverno in Abruzzo cuenta que todas las noches daba un paseo con su marido: “Caminábamos del brazo, hundiendo los pies en la nieve”. Esperaban que terminara la Segunda Guerra Mundial para volver a su casa. Pero la vida tenía otros planes.
Mi marido murió en Roma en las Cárceles de Regina Coeli, pocos meses después de que dejáramos el pueblo. Ante el horror de la muerte solitaria, ante las angustiosas alternativas que precedieron a su muerte, yo me pregunto si todo esto nos ocurrió a nosotros, a los mismos que comprábamos las naranjas en la tienda de Girò y nos paseábamos por la nieve. Entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y de empeños comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, sólo ahora, lo sé.
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Suele ser difícil hacer una pausa en medio del ruido: los miedos de la paternidad —de la familia y de la pareja—, el trabajo y su inestabilidad —porque pareja freelance en un sistema agotador—, la vida que avanza, los años que pasan, la salud que hace llamados de atención (en los últimos meses nos enfermamos todos y eso es una novedad: yo no pasaba dos días con fiebre sin poder salir de la cama desde la adolescencia).
“¿Nos vamos a morir y va a seguir habiendo gente? ¿La vida nunca para?”, me preguntó Lorenzo, con tono mafaldesco, la semana pasada antes de dormir (esas charlas nocturnas son de lo mejor que me pasa cada día: amo cada noche que Lorenzo dice “quiero dormir con papá”. Ah, y aún no le leí Mafalda, eh).
La vida, al final, tal vez sea cómo gestionamos todo lo que nos va pasando, ¿no? Las olas del mar están y van a seguir ahí; con esfuerzo y superando las caídas —todas las necesarias— es posible aprender a surfear. Como a León, que cada día camina mejor, me gustan los desafíos.
La felicidad, entonces, puede ser eso que pasa —o está por pasar— mientras no dejamos de estar preocupados. Y no quiero perderme esas viñetas por el miedo a quedarme sin trabajo o por el cansancio de tener hijos en un sistema que no ayuda al desarrollo saludable de las familias.
El cansancio va a pasar, ya lo sé. Y la felicidad también. Pero, ¿de qué me voy a acordar en diez años? ¿De los meses de agotamiento por la falta de descanso o de las travesuras de Lorenzo y las risas de León?
Todavía siento el abrazo que nos dimos con Lorenzo cuando Argentina ganó el Mundial hace seis meses.
Es difícil explicar lo hermoso que es ver, al menos una vez al día, cuando León se tienta y se ríe a carcajadas. Tal vez solo me entiendan quienes hayan visto reír a carcajadas a un bebé.
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Ya veremos de qué me voy a acordar más adelante. De lo que estoy seguro es de que no quiero que estos sean unos años felices que no sepa ver, que no sepa valorar, que no sepa disfrutar.
En definitiva, no quiero que me pase como a la adorada Natalia Ginzburg, que recién ante la nostalgia por lo perdido —y por la tragedia— se da cuenta de que la pena que vivía en aquel paréntesis del exilio, al final, no era ni por asomo lo más tremendo sino todo lo contrario.
El relato de la escritora, que también es la antesala a la llegada de la noticia de una desgracia, pareciera actuar como lo hace la vida: ¿Creías que el exilio era lo peor? Bueno, mirate ahora.
No quisiera que, como parece que le sucedió a Ginzburg, después de que pasen los años —y, ojalá que no, alguna tragedia—, recordar los años anteriores y, entonces sí, ver que en aquel momento (es decir, ahora) era tan ingenuo, tan liviano… Que estaba tan distraído, ignorando las brisas de felicidad y preocupado por las boludeces. Probablemente, todo esto también sea propio del ser humano.
Creo que escribir —acá y en un diario personal— sobre las brisas de felicidad cotidianas es un modo de darles más espacio e importancia.
Confieso que me da un poco de vergüenza publicar esta newsletter, pero creo que leerla en, no sé, diez años, me dará alegría. Si esta es la mejor época de mi vida, no quiero darme cuenta cuando ya se haya escurrido.
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Muchas gracias por acompañarme hasta acá. Si te dio vergüenza como a mí, contame. Y si no, si tenés ganas, también decime qué pensás.
Como siempre, más gracias por leer, comentar, mandarme mails y compartir con otras personas esta newsletter. Me gusta que cada vez se suma alguien más.
Nos vemos en dos semanas.
Espero que estés bien.
Un abrazo,
Nacho
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Gracias Nacho, por la honestidad, la belleza y la ternura que estás transmitiendo.