Hablar de la muerte con mi hijo
Mi hijo mayor pregunta sobre la muerte: ¿por qué no le voy a decir la verdad? Al menos, lo poco que más o menos sí sé.
— Nacho…
— ¿Qué?
— ¿Voy a morirme en Argentina o en Grecia?
— No sé, ¿por qué?
— Quiero morirme en Argentina. ¿Puedo?
— Sí, no sé, puede ser en cualquier país. Lo único que espero es que falte mucho para eso.
— Quiero morirme en Argentina.
— ¿Por qué?
— Porque me gusta Argentina.
El diálogo que tuvimos con Lorenzo la semana pasada fue en un tono suave, algo no muy habitual en mi hijo mayor, que a sus cuatro años suele ser tan expresivo como efusivo en casi todo lo que hace.
Lorenzo lo dijo con la serenidad de alguien que comparte pensamientos que ya tiene masticados. Fue mientras jugaba solo, en esos momentos (de gloria) en los que entra en un túnel lúdico al punto de que parece que no está.
Lo cierto es que estaba sentado al borde de una pequeña pileta de plástico, pintando el piso de ladrillos con los restos de pintura que le quedaban a un rodillo que mi hermano había dejado escurriéndose en un balde después de haberlo usado para pintar el baño en su casa.
Lorenzo pintaba callado. Llevaba más de media hora jugando solo y un buen rato sin que habláramos, oyendo únicamente el canto de los pajaritos. Hasta que de pronto interrumpió el silencio para preguntarme si iba a morirse en la Argentina.
Cuando Lorenzo entra de lleno en esos momentos lúdicos hago lo posible por no intervenir de ninguna manera. Es como si estuviéramos solos aunque en el mismo lugar. Entonces, aprovecho para hacer algo más —como tomar apuntes para esta newsletter—. Lo observo e intuyo que su cabeza procesa un sinfín de imágenes y secuencias. ¿Qué estará pensando?, me pregunto.
A veces trato de imaginarlo, sobre todo cuando murmura diálogos y relatos a la vez que hace volar un pedazo de plástico: “Noo, noo, me caigooo. ¡Soy Hulk! Y voy a salvarte. Ohh, nooo”.
Me intriga la cantidad de historias que pasan por su cabeza. Creo que, aunque sepa que es imposible, un poco quiero ser su Hulk.
Supongo que esto es parte del inicio de algo tan inevitable como saludable: de a poco, él empieza a desplegar un mundo interior cada vez más propio y más complejo, del cual yo estaré cada vez más ajeno y, si tengo suerte, seré invitado en los capítulos que él decida.
Algo que refuerza esta idea ocurrió también en estas semanas en Buenos Aires, cuando íbamos hacia la cafetería de un amigo. De repente lanzó una de esas frases que aparecen como flechas y que las percibo como una expresión de su cerebro eléctrico.
De la nada, mientras caminábamos en silencio, dijo: “Cuando sea grande voy a vivir en Argentina y te voy a ir a visitar a Grecia”. También lo dijo con calma, y con afecto hacia ambos lugares. Como si se diera cuenta —o empezara a hacerlo— de que cualquiera que sea el lugar donde estemos habrá momentos en los que al rompecabezas siempre le faltará una pieza.
Tal vez sea así como lo imagino. O quizá sea solo una proyección mía. Veremos qué pasa cuando volvamos a Grecia.
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La frase de Lorenzo sobre morirse en la Argentina no fue su primera referencia sobre la muerte, tema sobre el que ya hablamos varias veces y que últimamente se volvió más recurrente, algo que también es propio de su edad.
De hecho, un par de horas antes, mientras almorzábamos, de pronto, Lorenzo dijo: “Nacho, quiero que te mueras… ¡Nooo! Mentira, era chiste”. Que haya bromeado me pareció positivo, como un ejercicio para enfrentar lo inevitable.
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La muerte es un tema que en casa no esquivamos. Como tantos otros temas, si surge, lo charlamos con la mayor honestidad posible, sin demasiados rodeos.
Decirle lo poco que más o menos sabemos creo que es un intento por atender su curiosidad y también por no crear tabúes innecesarios alrededor de un tema de por sí abstracto y complejo. Nunca decimos, por ejemplo, cosas como que alguien que se murió “se fue de viaje”.
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Durante una cena, Irene le estaba explicando a Lorenzo que sus abuelos son los padres de ella. Entonces, él preguntó por mis padres. Y le dije que esos también eran sus abuelos. Dijo que quería verlos y preguntó si vivían en la Argentina. Entonces le dije que habían muerto. ¿Por qué no iba a decirlo?
La muerte no sólo es inevitable y universal sino que también la podemos ver como una posibilidad en la vida. Dependiendo la cultura, puede ser celebrada y nos puede entristecer, doler o asustar más o menos, pero desentendernos de ella creo que puede convertirla en algo más pesado de lo que ya nos resulta.
Lorenzo sabe que mis padres —sus abuelos argentinos— murieron hace varios años. Se lo conté aquella vez y otras tantas que volvió sobre el tema, como hace un par de semanas atrás, cuando fuimos a visitar la casa en la que yo había vivido con mis padres, en la zona norte del Gran Buenos Aires.
— Quiero entrar —dijo Lorenzo.
— No podemos, ya no es nuestra.
— Quiero ver a tus papás.
—Pero ya no están.
— ¿Por qué se murieron? ¿Había sangre?
Muerte y sangre van de la mano en sus ideas. Es una pregunta que suele repetir cuando aparece la muerte, porque cada tanto pasa que alguien se muere o ya está muerto. “¿Había sangre cuando murió Maradona? ¿Le dolió?”, preguntó una vez que le estaba mostrando un video de Diego en el Napoli.
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El momento en el que Lorenzo se puso más triste con la muerte fue hace casi dos meses, cuando viajé unos días a Nápoles. Justo en esa semana que no estuve en casa, él vio El Rey León. La muerte de Mufasa fue demasiado para él.
Como Simba, Lorenzo quedó sobrepasado por la angustia: “¿Y con quien va a dormir si el papá está muerto?”, preguntó, con lágrimas en los ojos.
Desde que dejó de tomar la teta, a los dos años, Lorenzo se va a dormir conmigo casi todas las noches. Quiere decir que más de la mitad de su vida, cuando llega el momento de leer un cuento y meterse en la cama para terminar el día, lo hace conmigo.
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Hace unos días volvió sobre la muerte pero con otra perspectiva. Caminábamos por una zona arbolada para ir a tomar el tren en la estación de Acassuso. Llevábamos tres semanas de visita en Buenos Aires, donde Lorenzo descubrió una extensa red de primos, tíos y amigos. Íbamos en silencio.
Trato siempre de no hablar cuando él está callado. Es un respiro para ambos. Además, sé que casi nunca son muy largos esos silencios. Y que son silencios de palabra oral porque nuestras cabezas no se callan, a lo sumo están respirando, masticando lo que dirán. Entonces Lorenzo habló:
— Nacho, si te morís no pasa nada.
— ¿Por qué?
— No quiero que te mueras, pero si te morís… no pasa nada.
— OK.
— No pasa nada.. Porque… tengo León, mamá, todos mis primos, mis tíos… No voy a estar solo.
Tiene razón, y no es poco saber a los cuatro años que no está solo. Ojalá no lo olvide.
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La muerte aparece también cuando se enoja: “Voy a matarte”, dice a veces, como cuando no lo dejo hacer algo o no le doy aquello que quiere. Le digo entonces que me pone triste, pero que igual no voy a cambiar de opinión por su amenaza.
A veces, entonces, cambia la historia: “Voy a tirarte arriba del árbol… Y voy a ir con vos”. Se relaja, parece divertirse, y jugamos. Cuando sale bien, claro.
He leído que los niños de su edad no suelen entender la muerte como un hecho definitivo sino que lo ven como algo reversible o un estado temporal.
Esta idea equivocada es probable que se refuerce con Superman, Spiderman, Hulk u otro superhéroe que sobrevive a todo. O cuando en algún dibujo animado ven que un personaje es aplastado pero no muere o revive.
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Una mañana de noviembre pasado estaba tomando mate y escuchando Zamba de mi esperanza, interpretada por Jorge Cafrune: “El tiempo que va pasando / Como la vida, no vuelve más / El tiempo me va matando / Y tu cariño será, será / El tiempo me va matando / Y tu cariño será, será”.
En un momento le conté a Lorenzo que esa era la música que escuchaba el abuelo Edgar. Aunque ya lo sabía, Lorenzo volvió a preguntar si mi viejo estaba muerto. Y después compartió su curiosidad y miedos: “¿Todos vamos a morir? ¿Mamá también se va a morir? ¿Y vos? ¿Y yo? ¿Y bebé (por León, su hermanito menor)?”.
Le dije que sí, que es inevitable, pero que esperaba que faltara mucho y que tanto Irene como yo íbamos a hacer lo mejor posible para que a ninguno le pasara nada.
Luego lo llevé al jardín de infantes. Cuando regresaba a casa puse la misma canción, que al comienzo dice: “Sueño, sueño del alma / Que a veces muere sin florecer”. De pronto, me di cuenta de que no era cualquier día de noviembre: era el 10, el día que hubiera cumplido años mi viejo.
Fue una de esas coincidencias de la vida cotidiana que me hacen pensar que hay algo más flotando en el aire. ¿O acaso por qué justo ese día —no uno antes ni uno después— puse Cafrune, cuando no es la música que más solemos escuchar juntos?
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Esta semana, desarmando unas cajas que había dejado en Buenos Aires encontré un libro con doble tapa, una para cada cuento: “La madre y la muerte”, del argentino Alberto Laiseca, y “La partida”, del mexicano Alberto Chimal.
Entonces recordé la entrevista que le hice hace siete años a Nicolás Arispe (Buenos Aires, 1978), ilustrador del libro. La releí y me quedé con estas cuatros frases suyas.
¿A veces es un poco tabú hablar de la muerte con los niños?, le pregunté. “Creo que sí, por eso también fue interesante hacer el libro. Era presentar a los pibes un tema sobre el cual está bueno hablar. La muerte existe y ellos no deberían vivir ajenos”.
“Hay gente que se puede preocupar porque un pibe se enfrente a un tema como la muerte. Hablarlo debería ser lo más normal del mundo. Es el único modo de sobrellevarla”.
“Me parece que es un derecho que el arte y la literatura les ofrezcan a los pibes recursos para pensar estas cosas tan tremendas. En definitiva, con la muerte nadie puede hacer mucho. Con la cultura lo que sí podemos es transformarla en otra cosa, pensarla, hacer un humor”.
“Para mí es como cuando te atormenta algo y lo podés decir, entonces te genera como un bálsamo. Se trata de eso. Sobre todo estos cuentos, que hablan de una madre que pierde un hijo. Para mí, como autor, es el tema más terrible. Y algo tengo que hacer. Ponerlo en palabras es el único modo que tengo para encontrarme con una reflexión. Si me lo trago es más terrible”.
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Hasta acá llegamos.
Muchas gracias por acompañarme y, como siempre, por leer, comentar, mandarme mails y compartir con otros esta newsletter.
Nos vemos en dos semanas, como siempre.
Espero que estés bien.
Un abrazo,
Nacho
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Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉
😂😂😂 que buenas charlas!!!