No le tengo miedo a nada
Una cosa es lo que decimos y otra lo que sentimos. ¿Importa hablar, exponernos y aceptar nuestra vulnerabilidad?
En una de esas primeras charlas interminables que teníamos en la génesis de nuestra relación, Irene me dijo que ella no tenía miedos. Desde una intuición visceral, me atreví a hacer una lista arriesgadísima de las cosas que me parecía que ella tenía miedo.
Aquella fue una charla bisagra, que más de once años después ambos seguimos recordando. Lo que evocamos no es su contenido sino algo inaprehensible que flotaba en el aire en aquel momento. De hecho, sería incapaz de repetir aquel elenco de miedos que improvisé: sencillamente no lo recuerdo.
Entonces, ¿por qué permanece como un hito en la relación? Supongo que será porque nos puso a los dos en una posición de vulnerabilidad, intimidad y apertura a nuevas posibilidades.
Ahí estaba yo, al borde del ridículo hablando con cierta seguridad e impunidad sobre alguien que conocía hacía apenas unos días.
Y ella, frente a ese mismo tipo que recién estaba descubriendo, se veía doblegada en su afirmación: “Tenés razón, tengo muchos miedos”, cedió en un momento, cuando los miedos que iba nombrando parecían resonar con su vida interior.
Un ejercicio, otra charla
Volví a recordar esta anécdota hace unos días. Mientras preparaba algo para comer, un amigo agarró un papel que había sobre la mesa de casa: “Dibuja algo que te dé miedo”, decía la consigna de un ejercicio que le dieron en el jardín de infantes a Lorenzo, hijo mayor de casi cinco años.
“¿Viste esto? No estás de acuerdo, ¿no?”, insistió mi amigo, con reprobación burlona.
En otro momento de mi vida —hasta hace no tanto— le hubiera seguido la corriente con una falsa complicidad: “Seee, ¿viste? Ahora rompen las pelotas con esas cosas… Obvio que después el pibe te sale cagón”. Esa podría haber sido una de mis tantas respuestas que, entre otras cosas, hubiera encerrado la búsqueda de aprobación.
En cambio, le dije que sí, que estaba de acuerdo y que me parecía bien el ejercicio porque es una manera de que los pibes empiecen a identificar y discernir emociones, y que eso es un modo de aprender a conocerse.
“Pero es un arma de doble filo también, eh. Es dar mucha información”, insistió mi amigo, apuntando a que eso podía hacer aún más vulnerable a un pibe, alguien que ya de por sí lo es por su propia edad.
Luego me chicaneó, señalando mi ingenuidad, y remató: “Además, hablar no sirve para nada, ¿o no?”.
Claro que sirve hablar de los miedos. Es una manera de intentar superarlos o, al menos, de aprender a convivir con ellos. Al hablar uno se puede aliviar, aligerar el peso que a veces sentimos sobre nosotros.
Me parece fundamental que los pibes, sobre todos los varones, aprendan a expresar miedos, emociones, sentimientos, ternura, dudas… Y hablar es un puente para intentar nombrar eso que tal vez no entendemos bien. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, dijo el filósofo Ludwig Wittgenstein.
En un momento, mi amigo abrió el paraguas: “Pará, pará, no me refiero a esa estupidez machista de que porque soy hombre no hablo, eh. Puede ser que hablar sirva pero no para que te digan qué es lo que tenés que hacer. Nadie sabe mejor que uno lo que hay que hacer”.
Hay muchos estudios sobre cómo los varones nos relacionamos con el miedo, el cual está sujeto a estereotipos de género que indican, por ejemplo, que el temor no es una conducta socialmente apropiada para un hombre y que se tiende a atribuir esa emoción con más frecuencia a las niñas que a los niños, como indica el trabajo El miedo, último refugio de la masculinidad hegemónica: “Es posible que los varones prefieran no expresar miedo ni hablar sobre ello ya que aprenden tempranamente que no es consistente con lo que se espera para el rol adscrito a su género”.
…
Mi amigo no solo es un adulto inteligente sino que también es perspicaz e intuitivo. La charla siguió, entre chicanas y bromas. Estuvimos de acuerdo en que no hablamos para que necesariamente nos indiquen qué es lo que tenemos que hacer.
Pero enfaticé que, sobre todo los varones, necesitamos más lugares en los que nos sintamos seguros para hablar, porque hablar y contarnos es súper importante. Es un ejercicio para romper ese caparazón de duros y también una invitación a escuchar otros puntos de vista y aceptar que no siempre podemos solos.
—Bueno, entonces, ¿cuáles son tus miedos?
Mi gran miedo
Desde hace casi cinco años, hay un miedo que eclipsa cualquier otro temor y que es una obviedad para cualquier madre/padre: miedo a que le pase algo (malo) a uno de mis dos hijos.
Conté entonces que también estaba afectado por dos newsletters (duras y crudas) que había leído en esos días.
Un lector de la newsletter del artista australiano Nick Cave (The Red Hand Files) contó que su hijo de 16 años se suicidó: “Fue contactado por lo que creía que era una chica que conocía. Lo extorsionaron y luego, preso del pánico, se ahorcó [...]. Era una persona reservada y odiaba ser el centro de atención. [...] Nuestros corazones están rotos, literalmente en agonía”.
El músico, que en su newsletter responde cartas de sus lectores, perdió en los últimos años a dos hijos y a su madre. Es decir, Cave sabe lo que es “enfrentarse a la imposibilidad de una vida futura” y a la sensación de que las cosas “nunca” volverán a ser soportables: “Muchos de nosotros también conocemos la espantosa mecánica de planificar el funeral de un niño en medio del caos zombie de un nuevo dolor”.
En The New Fatherhood (en inglés),
escribió hace un par de semanas “El dolor de un padre”, donde reflexiona sobre la muerte de los hijos, algo sobre lo que le escriben a menudo sus lectores (a los que no sabe bien cómo responder). Entre otras cosas, Maguire dice: “El duelo es otro elemento de la larga lista de ‘cosas de las que los hombres no hablan’”.…
A mi amigo no le convenció mi respuesta. Dijo que él se refería a miedos en los que “podamos intervenir más”, como el miedo a la altura o a volar en aviones, frente a los cuales podemos hacer algo para intentar enfrentarlos.
En ese momento, Irene se sumó a la conversación y trajo a colación la anécdota de cuando nos empezamos a conocer. Enseguida, sin poner reparos a la consigna, compartió algunos de sus temores. ¿Por qué para ella, que es mujer, fue tan natural hablar de algo sobre lo que nosotros llevábamos un rato debatiendo si estaba bien compartir con otros?
Entonces, dije que de chico me daba miedo la oscuridad, por ejemplo. En eso, Lorenzo apareció en la mesa y, sin que nadie le preguntara, se jactó: “Yo no tengo miedo a nada”.
¿Por qué respondió así?, me sigo preguntando. ¿Acaso no le dije mil veces que me da miedo que le pase algo y por eso soy un hinchapelotas que insiste en que debe mirar bien antes de cruzar la calle? ¿De dónde viene su impostación frente a los demás de que no le tiene miedo a nada (cuando yo conozco bien varios de sus miedos)?
Mutilados emocionales
Repasando mis archivos encontré un spot de hace un par de años que promocionaba el salón erótico de Barcelona hablando sobre “la masculinidad frágil”.
“¿Cuántas veces has creído que no la tenías lo suficientemente grande? ¿Cuándo fue la última vez que lloraste en público? ¿Cuántas veces has visto llorar a tu padre?”, comienza el spot del festival, que en aquella edición tenía como eje interpelar a los hombres que no encajan con la masculinidad tradicional.
También recordé una de las clases del Diplomado en Masculinidades con Matías de Stéfano Barbero. Entre los apuntes, anoté que estar abiertos a ser afectados, abiertos a la vulnerabilidad, nos abre las puertas a construir vínculos, a dejarnos afectar por el otro, a crear comunidad. A su vez, el profesor remarcó la importancia que tiene, como varones, la incertidumbre de abrirse al otro.
En otro pasaje de la clase fue citada la escritora bell hooks, que dice que el miedo de los adultos crea mutilados emocionales.
Pienso en los miedos más y menos conscientes que tenemos —incluso, en el temor a hablar de los miedos— y en cómo, buscando que no sufran, educamos a nuestros hijos cancelando parte de su desarrollo emocional, creyendo que así no van a sufrir en un mundo cruel. El resultado es que luego tenemos adultos mutilados emocionalmente.
“Las mujeres están más abiertas a mostrarse vulnerables”, comentó el profesor en aquella clase, puntualizando que los hombres pueden callar una situación de violencia sufrida —¿cuántos varones conocemos que nos hayan contado sobre un abuso, por ejemplo?, pienso—, mientras que la mujer la expone más.
“Exhibir la violencia sufrida, para el hombre, es una señal de vulnerabilidad. Exponerse es ir en contra del sistema y eso no es fácil, porque llegan los castigos”, explicó De Stéfano Barbero, en referencia a que de algún modo “dejás de ser ‘hombre’ y pasás a ser objeto de burlas o excluido del club de hombres”.
Reconocer mis miedos
Como antes a mi amigo, ahora tampoco me convence del todo mi respuesta sobre mis miedos. No porque no sea cierta sino porque es incompleta y, a su vez, pone el miedo en un hecho mayormente externo a mí (que le pase algo a mis hijos) y en gran medida fuera de mi control (que es lo que mi amigo apuntó atinadamente).
Me pregunto cómo puedo ayudar a que mis hijos incorporen la importancia de hablar de los miedos (y de lo que sea). ¿Cómo puedo hacer para comunicarles sobre las emociones de mejor manera?
Un primer intento, quizá, pase por reconocer honestamente mis miedos cuando un amigo me pregunta. Por encontrar lugares seguros para hablar abiertamente con otros —sobre todo, otros varones— sobre los miedos que tengo ahora, desde no estar aprovechando de la mejor manera mi vida y nunca llegar a concretar mis proyectos personales o no estar tomando las mejores decisiones (conmigo, con mis hijos, con mi pareja), hasta el miedo de no poder volver a correr por el dolor que tengo el pie, pasando por el miedo a que en algún momento las cosas con Irene dejen de funcionar.
Ser consciente de nuestra propia vulnerabilidad no es un indicador de debilidad sino algo que nos humaniza y, además de ser un paso para sobreponernos, también nos puede ubicar en una situación de igualdad y empatía con los demás.
Tal vez, entonces sí, desde ese lugar lograré transmitirle algo más a mis hijos para que la próxima vez no quieran jactarse diciendo: “Yo no le tengo miedo a nada”.
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Hasta acá llegamos hoy. Si tenés ganas, contame a qué le tenés miedo.
Muchas gracias a los que hacen circular la newsletter y bienvenidos a los que hoy reciben mi correo por primera vez (este es el archivo de todo lo publicado en Recalculando).
Nos escribimos, como siempre.
Un abrazo,
Nacho
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Un gracias enorme 🙏 a Marta Castro por la generosa edición 🙌 de esta newsletter. Los errores son míos (sabrán perdonarme). Marta no tiene redes sociales: no le gustan. Pero si quieren contactarla, me avisan 😉
Excelente, Ignacio.